Mi padre murió el treinta de junio de 2011,
después de haber perdido la cuenta de intervenciones quirúrgicas, tres años de
enfermedad, tres largas semanas de UCI, y una última operación de urgencia. Sin
bazo, con pulmones a penas autonómos, riñones cansados, y un corazón de fuerza
sobrenatural.
La UCI funciona casi como una cárcel. Hay
tres horarios de visita, a las ocho de la mañana, a las dos de la tarde y a las
ocho de la noche. No pueden durar más de una hora, no puede entrar más de una
persona, no te recomiendan tocar al paciente, nadie da explicaciones de por qué
todo pita, tiene luces, hace ruidos que no presagian nada bueno y la humanidad
es como un extraterrestre. Las enfermeras y médicos custodian tu visita desde
el cercano pero inalcanzable mostrador. Ninguna respuesta concreta.
Se muere, pero nadie te lo dice.
Yo iba a todas las visitas, mi vida giraba
en torno al horario del hospital. Eran mi reloj... mi tiempo en huelga. El
móvil, cómo el temporizador de un explosivo casero... sabes que puede sonar en
cualquier momento con la noticia de que todo ha terminado, o puede no sonar
nunca. El mío no sonó en tres semanas. No desde el hospital.
Mi vida se mantuvo detenida en los horarios
de la UCI y la suya entre el respirador y la bolsa de sangre que colgaba de su
cama. Cuando, a los pocos días de recorrer tres veces al día el pasillo de la
unidad de cuidados intensivos, entendí que los médicos no informan fuera de su
horario habitual, empecé a guiarme por eso. La cantidad de sangre de la bolsa.
Las pulsaciones de la pantalla. La dificultad de tomar aire a través del tubo...
Aprendí a esperar. A convivir con el miedo. A
dormir sin dormir. A combatir el frío de los momentos tristes. A perdonar. A
tener paciencia.
¿Qué
tal está Papá? Un poco mejor, casi no hay sangre en la bolsa. Pero el pulso es
muy bajo. Esta muy hinchado, pero mejor que esta mañana.
Así funciona. Búsqueda de referencias, de
factores a comparar, de jugar a los médicos, de evitar los sentimientos. Así, hasta
las tres de la tarde del día siguiente, cuando llega el parte del médico, que no
dice nada, que a penas te mira porque le da pena que te vayas a quedar sin
padre. Que no es capaz de darte cifras temporales, ni probabilidades de mejora,
ni esperanzas ni desesperanzas. Tiene una carpeta, tiene un papel, una bata, un
boli, muchos libros de medicina, y cara de buena persona, pero no me dice nada.
No me dice por qué no sube la tensión, no me dice por qué no se despierta, por
qué no deja de sangrar, por qué a pesar de todas esas drogas la infección no
remite.
No me habla de tiempo en ningún momento. Ni
del mío, ni del de mi padre en ese estado.
Menciona el peligroso nivel de bilirrubina.
Me echo a reir. A mi padre le encantaba Juan Luis Guerra. Y sobretodo le
encantaba cuando todo era muy fácil y yo muy pequeña. Tuve que salir de la consulta.
De todas formas, no me iba a perder nada.
La sala de espera, extremadamente pequeña,
gris, deprimentemente gris, con un toque de azul melancolía, y un montón de
señoras muy mayores para unas sillas en las que si te sientas enfrente de
alguien, le rozas las rodillas con las tuyas, es dónde me solía dejar caer esos
días en los que el tiempo había desaparecido del mundo. Te sientas y esperas.
Eso es lo que se hace en la UCI. Sentarte, esperar... Sentarte y esperar...
Los mejores días fuerzas una sonrisa
soldado. Las sonrisas soldado son sonrisas supervivientes que salen para defender
la intimidad de unos sentimientos que no tienen sitio para esconderse en un
lugar tan pequeño como la sala de espera de la UCI. Los peores días, hasta se
esconden las sonrisas soldado y acuden en masa las lágrimas, la mirada perdida,
y toda esa gente saliendo como hormigas de ese pasillo de la muerte, con más
lágrimas y con más miradas perdidas, y con más vidas sin la palabra tiempo en
sus bolsillos.
El caso, es que para bien o para mal, el día
se llena de momentos idóneos para pensar. Trinchera en uno mismo. Tú dentro,
los demás, fuera.
Veinticinco años recién cumplidos, seis
entierros.
No sé si en proporción resultan muchos o
resultan pocos, no creo que nadie haya hecho una estadística tan macabra... Lo
que sí sé, es que es demasido pronto para perder a los que quieres. Y que
cuando quieres, siempre es demasiado pronto.
Cuando están, cuando les puedes llamar en
cualquier momento, o no llamarles, o
visitarlos o decirles simplemente que les odias o que les quieres o que te dan
igual, no te das cuenta de lo importante que resulta el tiempo... Ni siquiera
te das cuenta de ello cuando vas por el quinto funeral, y al sexto el que se
marcha es mi padre y el vacío tan imposible de llenar que ni el más grande de
los ejércitos de sonrisas soldado te salva de millones de noches con la culpa
acechando al otro lado de la puerta con un cartel enorme que pone que no
aprovechaste el tiempo. El tiempo es lo que aprendes a odiar en la UCI. El
tiempo es lo que te falta en un tanatorio. El tiempo que no se vende ni se
compra, el tiempo que jamás vuelve. Siempre el maldito tiempo. Y con él las
cosas que no dijiste, que quisiste saber y no te contaron, las cosas que no
preguntaste, las que te contaron y no entendiste, las que te dijeron y no
quisiste escuchar... todas esas cosas para las que pensaste que siempre habría
tiempo. Con el sexto entierro, parece
que empiezo a asumir, que el tiempo importa y mucho. Y no sólo lo sé, tambien
lo pone en el cartel que la culpa lleva esta noche al otro lado de mi puerta. Y
la culpa, en momentos como éste, es tan inútil, como el tiempo perdido.
Lo cierto, es que ya han pasado los meses,
han pasado, con su tiempo entre las manos, con su tiempo sin retorno, con el
que esperas que no vuelva. Porque cuando salí del cementerio aquel día,
reconozco que rogué y rogué para que el tiempo pasara rápido. Que todo lo
detenido, ahora pasara veloz, y los soldados no tuvieran que salir, y las
lágrimas decidieran secarse, y la mente en blanco optara por no doler. El
primer mes, a penas pica... El segundo se clava y se retuerce, destroza
corazón, estomago, cerebro, y lleva al límite la resistencia dura a la que me
acostumbró mi madre desde niña. Papá en todas partes. Papá en cualquier
momento. Papá en todas las llamadas que ya no son Papá. Y el miedo a
encarármelo en las fotos. El miedo a asumir que no está de viaje, que está vez
no volverá con bolsas de ningún duty free, que no hay barras, ni galones, ni
uniformes de piloto, ni jet lag, ni slots que me lo vayan a devolver a
destiempo. Mi destiempo es real, y es eterno... Papá ya no está. Ya no está y
eso es lo que significa el destiempo. Y eso, que sus jerseys aún huelen a él.
Antes de morir, Papá estuvo en coma. Después
de morir, Papá sigue en coma en mis recuerdos. Ahora eso es lo que siginifica
para mi el miedo. Miedo a no poder recordarle más allá del gris del hospital,
más allá del terrible olor aséptico de la maldita UCI. Miedo es no encontrar
los recuerdos. Miedo es pensar que te te vas a quedar sin ellos.
Uno de esos días de coma, casi de los
últimos, casi con la esperanza en el fondo del desague, con piel cansancio, sin
soldados listos para afrontar ninguna batalla, me salté las normas. Miré el
mostrador cercano-lejano y no vi batas acechantes a cualquier incumplimiento,
no vi a nadie vigilando para prohibir cualquier tipo de gesto con algo de
humanidad... Me tumbé a su lado.
Aparté los cables, me subí a la cama y me
apoyé en su pecho. Mandé a casa a todos los soldados, y lloré tranquila.
Pequeña, indefensa y tranquila. En casa, en el pecho de Papá. Donde miedo no
significa nada. Donde sabía que no quedaba tiempo.
- Estoy embarazada, Papá. De dos meses. Y
tengo mucho miedo... No quiero que mi hijo llegue a un mundo en el que tú ya no
estés. No se lo merece... Tú me dijiste que no te ibas a ir Papi, y ya no
hablas ni me miras. ¿Dónde estás? Despierta porfavor, despierta. No quiero
contarle cómo era su abuelo, ¿sabes? Quiero que veas a tu nieto. Te necesito
Papi, siempre te he necesitado, y ahora te vas y yo tengo miedo.
Papá no dijo nada. En la pantalla las
pulsaciones variaron. Se hicieron más veloces, más intensas. Y supe que tenía
que contar esta historia. Para que Gabi no naciera con destiempo.
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