lunes, 3 de febrero de 2014

Las condiciones de los gatos

Siempre he pesando que seguían enamorados cuando se dijeron adiós. Puede que ella no lo dijera en alto, pero lo estaba. Lo sentía. Y en los días de lluvia aún lo sigue sintiendo. Estoy segura. 

Él lo llevaba peor. Su mochila, por momentos, pesaba más de la cuenta. Demasiados cambios en pocos meses. Más aún para una mente inclinada a las costumbres, al orden de una estabilidad de rutinas y cimientos, que tiritó desde los huesos cuando el verano le quitó un padre, el otoño una casa y el invierno una novia. Nadie puede culparle de haber visto un atracador en los ojos de aquel año de gatos.

Nunca pensé que estuvieran mal. Que su historia hacia aguas era algo que si me apuras, percibían solo ellos. Lo que no es extraño si me paro a pensarlo… Pues de ellos, solo sabían ellos. 
Si los veías en un bar, podían pasar por dos amigos de la infancia. De los de toda la vida. De los que saben lo que piensas antes de que lo pienses. De los que saben que te estás enfadando, que te vas a echar a reír o que te pesa el día. De los que saben y aún así te quieren. Podrían haber sido eso: hasta que se hablaban o se rozaban levemente; entonces, ya no cabía duda. Porque así es como se enciende el fuego.
Compartían un humor hecho a medida. Unos besos de frío templado. Con te quieros contados pero más grandes que todos los poemas de amor de cada generación y de cada esquina del planeta. Lección número uno: no quiere más, quien más veces te lo dice. 
Él desplegaba toda esa protección de guerrero de los bares. De príncipe de americana y suela de salón. La estela de esos hombres que aún te abren la puerta. Y a ella le gustaba. Tanto, que empezó a quererle más de la cuenta. Justo ahí, fue donde comenzó el problema: nunca se sintió segura situando su corazón en el borde del abismo; por mucho que él lo sujetase impidiendo la caída. Daba igual. No era suficiente. El simple hecho de ver el vacío le cortaba el aire. Tan valiente de puertas afuera. Tan cobarde cuando el amor la miró de frente.

Él siempre me decía: es como un chico. No tiene carácter de mujer.
Y yo no lo sabía, pero era mentira. Ella era como un gato: te quiere, sí, pero bajo sus condiciones.

Ante el terrible ataque de pánico, él sucumbió. Y mientras más la veía alejarse, más corría a por ella. Asustándola más. Enamorándola más. Acercándola más al precipicio que supone querer a alguien sin cláusulas al final del contrato: te expones, cedes el control, echas de menos.
Y como a los gatos, no podías pedirle cariño. Te lo dan, cuando ellos quieren. Olvídate de llamarlos. Nunca vienen. 
Hasta que te los encuentras restregando el lomo entre tus piernas. Eso sí, cuando a ellos les interesa.
Y eso, justamente, es lo que él aprendió a ver, dejándola marchar. 
Mientras, a ella le faltaron cojones para sacar las uñas y erizar el pelo. O se quedó en eso, sin atacar del todo. Y no fue suficiente porque los miedos, como las gripes, se acaban venciendo. Por cojones. Pero hay que tenerlos.

Así que, empezaron a caminar por el mismo sendero pero en direcciones opuestas. Sin echar la vista atrás para no arriesgarse a sentir lo mismo que aquella primera vez cuando lo que les separaba era la vía de un tren de cercanías: mismo sendero, direcciones opuestas. 
La mala fortuna en esta ocasión, es que a ella le faltaba valor para cambiar de arcén y él ya lo había hecho esa primera vez. Orgullosos como los felinos, se dejaban marchar.

En la música que él escucha aún se nota que se suele preguntar si habrá alguien después de la gata o todas seguirán siendo mujeres a secas. Y le duele, le parte el pecho, que ella aún vuelva de vez en cuando a frotarse el lomo contra sus piernas. Como los gatos. En busca de un amor que no quiere porque lo necesita demasiado y los gatos son independientes. Y siempre caen de pie. 
Él se deja. Echa en falta el ronroneo de ella al despertar en una cama que aún compartida con otras en muchas noches que terminan, sigue teniendo la huella de la gata en su colchón. Un colchón que también se pregunta cuando volverá a por comida cuando las cosas se pongan feas. Un colchón que maldice la cobardía del que no se atreve. Pues los ha visto juntos, y sabe, como yo, que cuando algo encaja es mejor no torcerlo. 

Pero lo torcieron: las malditas condiciones de los gatos.

Y así siguen hasta hoy. Esquivándose sin dejar de verse del todo.
Recorriendo los tejados de una ciudad tan impregnada de ellos que los demás sólo podemos conformarnos con ser turistas de su mundo. 

Que ella no quiere quererle tanto y él no sabe quererla menos. 

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