miércoles, 9 de abril de 2014

Tóxica.

Él la miraba desde el umbral de la puerta de su habitación.

Desesperado.

Y desoyó su instinto. Lo mandó callar. Lo puso contra la pared. Lo perdió de vista.

Mientras el miedo, desarmado, proclamó retirada al tiempo que ella avanzaba. Peldaño a peldaño, subiendo una escalera que supondría el final de aquel hombre en el momento que ella llegase arriba.

Su instinto lo supo desde el principio, desde que la vio abajo que es de donde salió y donde debió de haberse quedado. Que el mal siempre ha sido de sótanos. Que cuando sube se lo va llevando todo. Que para subir arranca, desgarra, aplasta, desmonta, hiere. Y él acabó herido de muerte. Por desoír su instinto. Por dejarla subir. Por dejarla hacer mientras aniquilaba su vida desde dentro, como una auténtica profesional del infierno.

No nos engañemos. La maldad existe. No la de necesidad, que esa no es del todo mala sino la de raza. La gratuita. La evitable.

Existe. Y si te la topas, o como él, la encuentras a los pies de tu escalera, ve a esconderte. Múdate. Sal corriendo.  

Pero él no. Él tuvo que enamorarse. Enterrándose. Destrozándose. Arrastrándose.

Y la creyó. La fue dejando subir. Escalón tras escalón, trocito a trocito, le fue regalando un corazón que ella, como un Haníbal cualquiera, fue guisando y salpimentando; que se fue tragando con un vino que pagaba él, con gente que le presentó él, vestida con ropa que pagó él, en una mesa que compró él y que estaba en una casa que compró él. Y así pasó los años, chapoteando en un veneno que se lo acabó llevando. Enfermo de un amor tóxico. Borracho de una belleza fea, siniestra, vulgar, material, mentirosa, egoísta, asesina.

Ella era manipuladora. Astuta.

Sabía cuándo lo estaba perdiendo y le bailaba en privado. Para que no pudiese huir. Para que no quisiese huir. Y yo, mientras, tan culpable por cómplice. Tan culpable por fiel. A él y sólo a él.  A cuánto me pidió. A todo lo que nos dimos.

Cuando se cansó, decidió marcharse. O eso quiero pensar; aunque mi instinto, al que nunca castigo y al que prefiero dar asiento preferente, me dice que no quiso irse. Que a pesar de todo él quería quedarse. Que a pesar de todo, toleró que ella le cogiese la mano sin exigirle un atisbo de culpa. Ni un leve temblor en su mirada de asesina. Que se puede matar, matando. O puedes matar a alguien, viviendo. Siendo. Respirando. Estando. O no dejando estar.

Y así es como mata ella.

Tóxica. Infecta. Venenosa. Radioactiva. Contaminada. Podrida.

Ayer quise llamarle. A él. Quise llamarle como quiero llamarle ahora. Como hace dos días. Como querré hacerlo mañana. Pero no puedo. No puedo porque no supe salvarle.

Y me dicen: no te lamentes; no lo pienses; no te obsesiones.

Pero es que me han quitado a ALGUIEN. No ALGO, a ALGUIEN. Y el dolor, y el odio, y la rabia y todas las cosas que me sigo callando no se las ha llevado tampoco el frío de este último invierno. Aunque las empuje cada otoño, siguen en casa por navidad. Dentro. Enquistadas. Como la sombra de esa mujer que le obligó a pactar con el diablo. Que peor que un banco: le hizo pagar la deuda, entregar la casa, la vida, las monedas del bolsillo, la dignidad, su trabajo, su amor propio, a los que le quisieron, las ganas, la herencia, el valor para plantar batallas, la cuna donde llorar de miedo, las alas para levantar el vuelo, el tren de aterrizaje, la cama en la que caer rendido. Y quise llamarle para reconfortar su sueño. Decirle que hago lo que me dijo. Que voy llegando. Que sé que estaría orgulloso de mí. Que le echo de menos. Que no sufra, que no hay odio que cien años dure. Que no la dejaré quedarse para siempre, que no le daré dos vidas, que con la suya fue bastante. Que confíe en mí como lo hizo siempre.

No entres Mosca, me decía.

Que le siento, le siento dentro del pecho. Que siempre estaremos juntos. Que siempre querré llamarle.

Puede que por todo eso, escribo esto. 
Para decirle a ella lo que me guardo dentro. Sacarlo es como quitarle la llave de la puerta de atrás. Echarla, pero con sus cosas. Que aquí no las quiero. Que él ya es libre y yo le echo de menos.


Pero sobretodo decir que ahora que soy yo la que se atreve a asomarse a la escalera, no voy a cometer el error que él cometió. Aunque por desgracia aún la veo desde donde estoy, no dejaré que se acerque, y para que no me pudra a mí por dentro, lo digo en alto y no me lo guardo: 
Eres una puta desalmada. Eres veneno. Eres traición. Tanto, que yo prefiero no vengarme si eso me cura. Y que se vengue la vida mientras yo sigo queriendo llamarle y no puedo. Y que se vengue la vida. Que no te quede ni la suerte. Que yo ya me voy, que para mí estás muerta. No como él, que seguirá vivo, hoy y siempre.  

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