Él la miraba desde
el umbral de la puerta de su habitación.
Desesperado.
Y desoyó su
instinto. Lo mandó callar. Lo puso contra la pared. Lo perdió de vista.
Mientras el miedo,
desarmado, proclamó retirada al tiempo que ella avanzaba. Peldaño a peldaño,
subiendo una escalera que supondría el final de aquel hombre en el momento que
ella llegase arriba.
Su instinto lo
supo desde el principio, desde que la vio abajo que es de donde salió y donde
debió de haberse quedado. Que el mal siempre ha sido de sótanos. Que cuando
sube se lo va llevando todo. Que para subir arranca, desgarra, aplasta,
desmonta, hiere. Y él acabó herido de muerte. Por desoír su instinto. Por
dejarla subir. Por dejarla hacer mientras aniquilaba su vida desde dentro, como
una auténtica profesional del infierno.
No nos engañemos.
La maldad existe. No la de necesidad, que esa no es del todo mala sino la de
raza. La gratuita. La evitable.
Existe. Y si te la
topas, o como él, la encuentras a los pies de tu escalera, ve a esconderte.
Múdate. Sal corriendo.
Pero él no. Él tuvo
que enamorarse. Enterrándose. Destrozándose. Arrastrándose.
Y la creyó. La fue
dejando subir. Escalón tras escalón, trocito a trocito, le fue regalando un corazón
que ella, como un Haníbal cualquiera, fue guisando y salpimentando; que se fue
tragando con un vino que pagaba él, con gente que le presentó él, vestida con
ropa que pagó él, en una mesa que compró él y que estaba en una casa que compró
él. Y así pasó los años, chapoteando en un veneno que se lo acabó llevando.
Enfermo de un amor tóxico. Borracho de una belleza fea, siniestra, vulgar,
material, mentirosa, egoísta, asesina.
Ella era
manipuladora. Astuta.
Sabía cuándo lo
estaba perdiendo y le bailaba en privado. Para que no pudiese huir. Para que no
quisiese huir. Y yo, mientras, tan culpable por cómplice. Tan culpable por
fiel. A él y sólo a él. A cuánto me
pidió. A todo lo que nos dimos.
Cuando se cansó,
decidió marcharse. O eso quiero pensar; aunque mi instinto, al que nunca
castigo y al que prefiero dar asiento preferente, me dice que no quiso irse.
Que a pesar de todo él quería quedarse. Que a pesar de todo, toleró que ella le
cogiese la mano sin exigirle un atisbo de culpa. Ni un leve temblor en su
mirada de asesina. Que se puede matar, matando. O puedes matar a alguien,
viviendo. Siendo. Respirando. Estando. O no dejando estar.
Y así es como mata
ella.
Tóxica. Infecta.
Venenosa. Radioactiva. Contaminada. Podrida.
Ayer quise
llamarle. A él. Quise llamarle como quiero llamarle ahora. Como hace dos días.
Como querré hacerlo mañana. Pero no puedo. No puedo porque no supe salvarle.
Y me dicen: no te
lamentes; no lo pienses; no te obsesiones.
Pero es que me han
quitado a ALGUIEN. No ALGO, a ALGUIEN. Y el dolor, y el odio, y la rabia y
todas las cosas que me sigo callando no se las ha llevado tampoco el frío de
este último invierno. Aunque las empuje cada otoño, siguen en casa por navidad.
Dentro. Enquistadas. Como la sombra de esa mujer que le obligó a pactar con el
diablo. Que peor que un banco: le hizo pagar la deuda, entregar la casa, la
vida, las monedas del bolsillo, la dignidad, su trabajo, su amor propio, a los
que le quisieron, las ganas, la herencia, el valor para plantar batallas, la
cuna donde llorar de miedo, las alas para levantar el vuelo, el tren de
aterrizaje, la cama en la que caer rendido. Y quise llamarle para reconfortar
su sueño. Decirle que hago lo que me dijo. Que voy llegando. Que sé que estaría
orgulloso de mí. Que le echo de menos. Que no sufra, que no hay odio que cien
años dure. Que no la dejaré quedarse para siempre, que no le daré dos vidas,
que con la suya fue bastante. Que confíe en mí como lo hizo siempre.
No entres Mosca,
me decía.
Que le siento, le
siento dentro del pecho. Que siempre estaremos juntos. Que siempre querré
llamarle.
Puede que por todo
eso, escribo esto.
Para decirle a ella lo que me guardo dentro. Sacarlo es como
quitarle la llave de la puerta de atrás. Echarla, pero con sus cosas. Que aquí
no las quiero. Que él ya es libre y yo le echo de menos.
Pero sobretodo
decir que ahora que soy yo la que se atreve a asomarse a la escalera, no voy a
cometer el error que él cometió. Aunque por desgracia aún la veo desde donde
estoy, no dejaré que se acerque, y para que no me pudra a mí por dentro, lo
digo en alto y no me lo guardo:
Eres una
puta desalmada. Eres veneno. Eres traición. Tanto, que yo prefiero no vengarme
si eso me cura. Y que se vengue la vida mientras yo sigo queriendo llamarle y
no puedo. Y que se vengue la vida. Que no te quede ni la suerte. Que yo ya me
voy, que para mí estás muerta. No como él, que seguirá vivo, hoy y siempre.
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