martes, 4 de diciembre de 2012

MATERIALES PARA CONSTRUIR UNA VIDA



 No hay que aferrarse a lo material. Lo material es siempre remplazable. Pues discúlpenme, pero a pesar de lo romántico y bucólico de la afirmación, a pesar de que a simple vista es cierto, tengo que discrepar. Y lo hago con conocimiento de causa, aferrada al pomo de la puerta de la que hasta hoy ha sido mi casa, incapaz de soltarlo, incapaz de dar el tirón que la cerrará para que vivan otros a los que nunca he visto. Yo me voy, igualmente feliz y emocionada a empezar una nueva etapa. Me voy por decisión propia, segura de que es lo que quiero y lo correcto, pero aún así, el pomo arde y no puedo soltarlo. No es lo material en sí, maldita sea, no creo que haga falta que lo explique; es todo lo no material, todo lo intangible que lo material encierra. Es que tras esa puerta de pomo de fuego, están las paredes del primer sitio al que he considerado MI casa y de nadie más. Están todos los años allí vividos, con sus recuerdos buenos, sus anécdotas vacías de contenido y sus pesadillas debajo de un sofá. Están los trozos de Montse y de Isa que quedaron tras sus maletas. Está también el año mano a mano con el gotelé que siempre he detestado, ese año en el que la casa actuó como reflejo de lo que quedaba dentro de mi: mucha basura desordenada e inútil que el peso de los días me impedía tirar. Las mañana cuando Boston era todavía un cachorro y yo no podía recorrer el camino de la cama al baño sin aterrizar sobre un pis o en ocasiones menos afortunadas, sobre algo peor… Las noches de insomnio, los viernes sin salir, cada una en un sofá, a la espera de que empezara Las Vegas y la NBA nos marcara la hora de ir a dormir. Los pocos botellones que allí celebramos. El olor a pintura de la llegada de Román. Todo eso tras el pomo. Y claro que hay más casas y las hay mejores, pero ninguna como Sánchez Barcáiztegui, 37. Ninguna tan remplazable pero tan única por lo que guarda, por lo que sabe y aún así se calla. 
Como aquellos folios viejos que sí me llevo. Folios al fin y al cabo, podrán pensar, pero no. Porque sólo en esos folios están las cinco páginas de carta que mi madre me escribió cuando, adolescente en el ocaso, abandoné mi isla para instalarme en la gran ciudad tras los pasos de un futuro que sigue siendo incierto. No son sólo folios; son los únicos en los que pone “Mi pequeñita, porque siempre serás mi pequeñita”. Y no son sólo restaurantes. Aquel, es el de nuestra primera cena. Y aquella, la calle en la que decidiste agarrarme la mano que aún no has soltado. No es un jersey viejo y azul, lleno de bolitas e igual a otros mil millones que Zara fabrica en serie, a la venta en cualquier lugar del planeta. Es el jersey que llevabas y te quitaste porque la noche se puso fría, pasándomelo por la cabeza y que aún, si me concentro mucho, gotea ese olor. Ese olor a ti. Que no es sólo una colonia que El Corte Inglés te ofertará con total seguridad en los Ocho Días de Oro. Es el olor de mi infancia. Es el olor que en mi memoria va contigo, convirtiendo lo material en jodidamente irreemplazable. 
Nos hemos mudado, casi por hobby, más de lo normal. Pero a todas partes hemos llevado mi raqueta verde de Heat, aquella que llevó Agassi, aquella con la que nunca gané nada. Y la silla diminuta de Román con sus ratones con globos, con su olor a viejo. El Boletín de los Registradores de mi abuelo. Las conchas enormes de mi abuela donde mi madre nos servía la bechamel que sigue sin gustarme. Las fotos de los sábados en Tito’s Gala de Tarde. Todo material. Todo único. Todo en la memoria y en las cajas de mudanza por muchos años que pasen. Así que, agarrada a este pomo, he decidido que no quiero que me vuelvan a decir que lo material se sustituye. 
El contrapeso: toda esa felicidad al entrar en la que ahora es nuestra casa. Y así es la vida, cierras unas puertas, para abrir otras… De algunas, ya no tengo la llave. Y de tenerla, creo que sería incapaz de usarla. En casa de mis abuelos, había una canasta en un patio de baldosas rojas. Allí, todos teníamos una camiseta: innegociable era que José era Barkley, Shaquille O’neill era de Isi y aunque a mi me gustaba Jordan, daba igual porque yo era la pequeña y no tenía ni voz ni voto. Eso es así, es una ley no escrita, igual de suprema que la Constitución e igual de inquebrantable que el silencio sobre quién quemó el leñero. No es que sólo hubiera una camiseta de Bird en el mundo. Es que no había otra como la que llevábamos en la cancha de baldosas rojas de una sola canasta, y allí esa, era de Ricardo. No hay llave que abra eso. No existe… Porque si me asomo ahora, el silencio de lo material sin los primos haciendo jolgorio, lo convertiría en lo que temo: algo sustituible. 
Ya lo ven, yo tengo mi lista de materialidades con alma, aquel que esté leyendo esto, tendrá las suyas; apuesto un brazo. 
Podrán ser entradas rotas de un cine que se cerró hace años, un peluche que alguien te regaló algún día, una flor muerta y disecada o una casa antigua y vendida en mejores o peores momentos económicos… Por supuesto, que cada sábado pueden darte otra entrada partida al entrar en Kinépolis; por descontado, hasta en la gasolinera puedes comprar un osito con un “te quiero mucho” bordado en la tripa, siempre se disecarán más rosas y nuevas casas pedirán ser llenadas de nuevos recuerdos… 
Pero no serán las mismas, no serán remplazables, no serán como todas esas cosas materiales que hacen de cajas organizadoras en el baúl de los recuerdos que es la memoria… Así que, el que pueda sustituirlas, el que sepa cómo hacerlo… que no me cuente cómo lo hace, porque NO quiero saberlo. 

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