domingo, 16 de febrero de 2014

El síndrome de la eterna prisa.

Yo siempre tengo prisa. Curiosamente, siempre llego tarde.

No sé si es patológico, fruto de un trauma, un rasgo de mi forma de ser, una obsesión sin diagnosticar o una mala costumbre. Pero lo quiero todo y lo quiero ya. Tanto, que a veces, tengo la sensación de que no llego a los sitios porque estoy pensando en lo que tengo que hacer después, en lugar de centrarme en lo que debería estar haciendo ahora para no llegar tarde, una vez más. 

Desde pequeña tiendo a planificarlo todo. Quiero que todo encaje en una elaborada hoja de ruta que sitúa en simetría las piezas de mi existencia en un estrecho espacio – tiempo.
Un plan que esta crisis interminable estalló en mil pedazos con su llegada.

De muy joven solía imaginarme mi vida como una serie de metas que llegado determinado momento debía ir cruzando: estudiaría tal, trabajaría cual, me enamoraría de un hombre de traje y corbata al que probablemente conocería en la Universidad, me casaría por la iglesia con todos sus ingredientes y sería madre joven.
Realidad: acabé la carrera más tarde de lo previsto tras cambiarme en primer año de licenciatura, no me enamoré ni una sola vez de un universitario, voy a por los veintiocho sin un empleo que valga la pena o me permita una vida estable y normal, nunca me casaré por la iglesia, mi novio supera los cuarenta y el día que me pueda permitir tener un hijo, estaré lejos de la franja de edad de las mujeres jóvenes. ¡Bum! Ahí van los planes de media vida.

Sin embargo, ni rastro de la explosión del síndrome de la eterna prisa.

Aún así, cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que no es culpa mía. No del todo.
El mundo padece ese síndrome.
Todo es tan frenético que hemos dejado de disfrutar de las cosas. Escasean las buenas comidas alrededor de una mesa a la que le da el sol y a la que baña la oscuridad cuando nos levantamos de ella.
Las redes sociales se actualizan por segundos. La gente no se mira a los ojos porque las pantallas los han dejado ciegos de realidad. De la realidad que se toca, se huele, se oye. Una noticia tiene una esperanza de vida de unas doce horas, si es catalogada de muy importante y supera esa media de vida, será actualizada casi por minutos. Es imposible retener nada, darle importancia a nada de lo que se está contando. Un ordenador, un teléfono móvil, una televisión se consideran vintage seis meses después de su lanzamiento mundial. Compramos ropa cada mes. La Bolsa arranca bien, y unas horas más tarde, debacle, números rojos, alarma social. Un videojuego deja de interesar a los niños en un tiempo medio de un mes. Después, ya hay otro, mejor, más nuevo, más violento y que necesitan tener para que esta sociedad no les aparte por antiguos. Es más fácil encontrar en el supermercado platos a preparar en dos minutos que los ingredientes para un caldo, casero, de los de toda la vida, de los que curan resfriados. Divorcio express. Te borro del Facebook. Mensajes de grupo de whatsapp que en el rato de ir al baño se convierten en setenta y siete avisos de mensaje nuevo: imposible que nadie preste atención a los que están diciendo sus amigos. Plan renove, tire su coche.

¿Cómo no voy a tener prisa?

Al final esto tiene un nombre: frustración, depresión, estrés, crisis de identidad. Eso es lo que hemos conseguido. Síndrome de la eterna prisa. Y un pánico atroz a perder todas esas cosas que nos lo provocan. Tenemos que trabajar más para ganar menos. Ahorrar, para poder pagar un coche, internet para estar al día, móviles, ordenadores, consolas, ropa, televisiones, platos que se preparen en dos minutos, acciones, preferentes, una boda, restaurantes dos veces por semana, gin tonics llenos de cosas raras dentro, otro móvil...que hoy hasta los hippies visten iphone.

Y lo hemos perdido todo.

Sólo han ganado los que nos lo vendían. Que siguen en su trono, viviendo de lo que vendieron: necesidades innecesarias. Parapetados por el síndrome de lo que crearon. Llenándose los bolsillos a costa de una sociedad que se quedó ciega de prisa.

Y ahora la gente no tiene para pagar la luz o el gas que caliente sus salones. Y yo sigo teniendo prisa. Porque el tiempo gotea, y se oye al minutero avanzar sin descanso. Y yo sigo sintiendo su aliento en mi nuca, porque necesito todo eso que me han vendido para poder tener un hijo sin sufrir un ataque de pánico de que me larguen de casa o me corten la luz.
Y nos olvidamos, de lo básico: de leer un libro de vez en cuando. De hacer deporte disfrutando con amigos. De hablar con nuestras familias cuando llegamos a casa. Del olor a vida que desprende un jersey heredado de un hermano. De lo que cocina la abuela pero sobre todo, de lo que cuenta la abuela. Del fin de semana sin un teléfono perforándonos el tímpano. De cómo suena la risa en mitad de una conversación fluida cara a cara, sin wi-fi, sin 3G, sin whastapp. Del sabor de la playa en invierno. De poder tener un sitio al que llegar después de trabajar y que te paguen dignamente por ello. Del placer de no tener miedo.

Mientras nos olvidábamos de todo eso, nos lo estaban robando. Nos lo robaban creando necesidades podridas. Infectándonos de la eterna prisa. Y nos hemos dado cuenta ahora, que se acaba el tiempo.

Ahora, con mis planes rotos, con empleos precarios, con el miedo de que se acabe el tiempo, de que nos pillen así, sin peinar, sólo espero curarme del síndrome. Que nos curemos todos.
Que ahora que empezamos a hacer fuerza, desde la desgracia que nos venden las noticias, lo hagamos distinto. Paremos esta locura. Empecemos a  vivir sin prisa.
Porque me doy cuenta de que, sin uno solo de mis planes a tiempo, soy más feliz de lo que mi mente a largo plazo hubiera imaginado. Cogiendo la vida a su tiempo, la he llenado de personas por las que la daría entera, la vida digo.

Y no van a cegarnos más. Ni a robarnos más. Porque lo que nos queda ya, no es más que eso: vida. Y no es mejor con más cosas, sino con las elementales cubiertas. Que yo no quiero irme, sintiendo que equivoqué mis prioridades. Que quise tanto, que me quedé sin nada. Que pensé tanto en mañana, que perdí el hoy. Que cuando ya no estabas, recordé que estuviste, pero lo cierto es que ya no estabas.

Que ya no me engañan, que ya no me van a meter más prisa. Que me bajo. Que estoy harta.


Y que la prisa, se la queden ellos, que les va a hacer falta: para salir corriendo.

viernes, 14 de febrero de 2014

Mi verdad

No creo demasiado en San Valentín, ni en que haya un día de los enamorados, el que lo está, lo está todos los días… Pero he tenido la suerte de que me regalen un ramo de rosas y lo que es más importante, ME HAN REGALADO UNAS LÍNEAS, escritas desde donde nace lo que sentimos, y eso, nos gusta y mucho sea San Valentín o San Nicasio.
Me emocionaron tanto, que he querido compartirlas, con permiso de su autor:

MI VERDAD

Sabes, amor, que soy un clásico. Soy de flores y versos, Pero hoy si me permite, Usted, la rima me la dejo en casa. Por no engañar a la prosa malencarada de este personaje presente. Escondo la lírica en el cajón del recuerdo para que mi única verdad, brille como tus ojos caoba cuando me miran.
Porque mi verdad, por ser mía, es dura. Áspera. Con espinas. Con cicatrices juveniles. Pero con todas esas heridas, te la entrego. Sí, reina mía, es toda tuya:
Mi verdad, eres tú. Tu mirada. Tu olor. Tu locura. Tu chispa. Tu vida… Porque sin nada de eso, mi verdad, que es tu amor, sería mentira.


Jero García

domingo, 9 de febrero de 2014

Las rosas que venden los chinos


 Madrid, a 11 de diciembre de 2004         


Querido J,

¿Vienes ahora a decirme esto?
Ahora, que he vuelto a colocar cada ladrillo que tiraste para dejarme al descubierto. Ahora, que ya me he curado. Que ya no escueces. Que ya no cuentas…
Hace algún tiempo, no sé cuanto, hubiera dado mis manos por oírte decir lo que hoy me susurras en un piso de Barajas. Pero, ¿sabes qué? Cuando las cosas llegan tarde, llegan frías. Y tu ventaja se ha convertido en el lastre que deja vacías tus palabras. No sé si es que ya no te creo o simplemente, ya no te quiero. Que te quise hasta que me sangraron los nudillos, es una verdad como un templo. Que ya tengo callos en los nudillos, es la realidad que ahora te sirvo. Y eso, que todavía se me arruga el corazón cuando me acuerdo de tu truco cutre de señalarme una estrella para que, al mirar hacia arriba, sólo tuvieras que empujar mi boca. Porque así fue nuestro primer beso. Y si te digo que ya no te creo, es porque apuesto mi resto, a que tú no lo recuerdas. A que no lo recordaste nunca porque yo nunca fui tu persona; porque éramos dos niños y yo me iba enamorando en cada esquina. 

Puede que este "no" sea mi venganza. Mi directo a la mandíbula para dejarte en la lona. 
Puede que simplemente ya me haya hecho mayor sin serlo, o lo que es más probable: que tú llegues tarde, y yo me haya quedado fría. 

No te voy a decir que no lo he dudado. Todo aquello que quisimos siempre deja ese escenario falso que sólo recrea lo bueno que tuvimos: el viaje a Argentina, jugando a ser adultos cuando si me apuras podíamos votar de puro milagro. Siempre fuimos dos niños. Y hoy se me hincha el pecho al salir de tu casa con mi "no" abriéndome el camino. Es como si estuvieras aquí para ir haciéndome mujer. 

Y lo he dudado. Dios sabe que lo he dudado.

Pero ¿qué hacemos ahora? ¿besarnos y volar de un soplido cuatro años?
Hay ciertas cosas que el tiempo no puede llevarse. Que el tiempo no puede cambiar. 
No todo es vino; hay cosas que con los años, se estropean.
Aunque te digo una cosa, justamente por no estropearlo es mejor que me compres el "no". Para que siempre nos quede aquella primera vez en casa de tus padres. 
Fuimos nuestra primera vez y sólo por eso, no vale la pena arriesgarlo todo. Para que las cosas buenas sigan siendo las cosas buenas. Para que las cosas malas, sólo sean cosas de niños. 
Que ahora que he crecido, soy más complicada. Menos tonta. Menos tuya.

Ya no me sirven las rosas que venden los chinos. 

Ya no. Ahora tengo los bolsillos llenos de monedas para dar en los semáforos. Ya no te espero en cualquier plaza. Ya no perdono tus pecados. Ni los de nadie. Bastante tengo con los míos. 

No podías pretender que yo siguiese en la orilla de la playa día tras día mientras tú encontrabas otras cosas que hacer, otras mujeres a las que vender promesas rotas, otros tigres a los que borrar las rayas. 

No podías, pero lo hiciste. 

Y yo… yo me marché, mientras tú comprabas, para otras, esas rosas que venden los chinos.

lunes, 3 de febrero de 2014

Las condiciones de los gatos

Siempre he pesando que seguían enamorados cuando se dijeron adiós. Puede que ella no lo dijera en alto, pero lo estaba. Lo sentía. Y en los días de lluvia aún lo sigue sintiendo. Estoy segura. 

Él lo llevaba peor. Su mochila, por momentos, pesaba más de la cuenta. Demasiados cambios en pocos meses. Más aún para una mente inclinada a las costumbres, al orden de una estabilidad de rutinas y cimientos, que tiritó desde los huesos cuando el verano le quitó un padre, el otoño una casa y el invierno una novia. Nadie puede culparle de haber visto un atracador en los ojos de aquel año de gatos.

Nunca pensé que estuvieran mal. Que su historia hacia aguas era algo que si me apuras, percibían solo ellos. Lo que no es extraño si me paro a pensarlo… Pues de ellos, solo sabían ellos. 
Si los veías en un bar, podían pasar por dos amigos de la infancia. De los de toda la vida. De los que saben lo que piensas antes de que lo pienses. De los que saben que te estás enfadando, que te vas a echar a reír o que te pesa el día. De los que saben y aún así te quieren. Podrían haber sido eso: hasta que se hablaban o se rozaban levemente; entonces, ya no cabía duda. Porque así es como se enciende el fuego.
Compartían un humor hecho a medida. Unos besos de frío templado. Con te quieros contados pero más grandes que todos los poemas de amor de cada generación y de cada esquina del planeta. Lección número uno: no quiere más, quien más veces te lo dice. 
Él desplegaba toda esa protección de guerrero de los bares. De príncipe de americana y suela de salón. La estela de esos hombres que aún te abren la puerta. Y a ella le gustaba. Tanto, que empezó a quererle más de la cuenta. Justo ahí, fue donde comenzó el problema: nunca se sintió segura situando su corazón en el borde del abismo; por mucho que él lo sujetase impidiendo la caída. Daba igual. No era suficiente. El simple hecho de ver el vacío le cortaba el aire. Tan valiente de puertas afuera. Tan cobarde cuando el amor la miró de frente.

Él siempre me decía: es como un chico. No tiene carácter de mujer.
Y yo no lo sabía, pero era mentira. Ella era como un gato: te quiere, sí, pero bajo sus condiciones.

Ante el terrible ataque de pánico, él sucumbió. Y mientras más la veía alejarse, más corría a por ella. Asustándola más. Enamorándola más. Acercándola más al precipicio que supone querer a alguien sin cláusulas al final del contrato: te expones, cedes el control, echas de menos.
Y como a los gatos, no podías pedirle cariño. Te lo dan, cuando ellos quieren. Olvídate de llamarlos. Nunca vienen. 
Hasta que te los encuentras restregando el lomo entre tus piernas. Eso sí, cuando a ellos les interesa.
Y eso, justamente, es lo que él aprendió a ver, dejándola marchar. 
Mientras, a ella le faltaron cojones para sacar las uñas y erizar el pelo. O se quedó en eso, sin atacar del todo. Y no fue suficiente porque los miedos, como las gripes, se acaban venciendo. Por cojones. Pero hay que tenerlos.

Así que, empezaron a caminar por el mismo sendero pero en direcciones opuestas. Sin echar la vista atrás para no arriesgarse a sentir lo mismo que aquella primera vez cuando lo que les separaba era la vía de un tren de cercanías: mismo sendero, direcciones opuestas. 
La mala fortuna en esta ocasión, es que a ella le faltaba valor para cambiar de arcén y él ya lo había hecho esa primera vez. Orgullosos como los felinos, se dejaban marchar.

En la música que él escucha aún se nota que se suele preguntar si habrá alguien después de la gata o todas seguirán siendo mujeres a secas. Y le duele, le parte el pecho, que ella aún vuelva de vez en cuando a frotarse el lomo contra sus piernas. Como los gatos. En busca de un amor que no quiere porque lo necesita demasiado y los gatos son independientes. Y siempre caen de pie. 
Él se deja. Echa en falta el ronroneo de ella al despertar en una cama que aún compartida con otras en muchas noches que terminan, sigue teniendo la huella de la gata en su colchón. Un colchón que también se pregunta cuando volverá a por comida cuando las cosas se pongan feas. Un colchón que maldice la cobardía del que no se atreve. Pues los ha visto juntos, y sabe, como yo, que cuando algo encaja es mejor no torcerlo. 

Pero lo torcieron: las malditas condiciones de los gatos.

Y así siguen hasta hoy. Esquivándose sin dejar de verse del todo.
Recorriendo los tejados de una ciudad tan impregnada de ellos que los demás sólo podemos conformarnos con ser turistas de su mundo. 

Que ella no quiere quererle tanto y él no sabe quererla menos.