domingo, 19 de enero de 2014

Y que te llamen loco.


Había poca luz en el salón.
Desde lo alto de la escalera ella pitó el final del partido: no estoy enamorada de ti. Y con la afirmación se apagaron las luces y trece años de relación.
Él se quedó en el sofá con la mirada perdida. Con la mirada de quien nota el suelo de su mundo desvanecerse bajo los pies. No le quedaron fuerzas para preguntar por qué. De todas formas ya no le importaba a nadie. Y en una cama demasiado grande ella se preguntaba por qué él no había sacado, esta vez, su escopeta de caza para luchar por ella. Por qué no había ido a pecho descubierto y con los nudillos por delante a batallarles a esos fantasmas que desde las terrazas habían acabado con su relación. Por qué les había abierto las ventanas. Por qué les había dejado invadir su historia.
Ella quería un héroe de amor y tal vez por eso no lloró al niño asustado que se había quedado a oscuras en el salón. Al día siguiente se fue pronto para no verle recoger los trozos de su vida en común para meterlos en maletas sin destino. Él se permitió llorar. Ella no. Tenía los ojos secos, como poniendo ladrillos de cartón-piedra que guardaban unos sentimientos que se escondían por miedo. Sus sentimientos le tenían miedo a una mente germánica, que a veces, se convence de lo correcto de sus decisiones para que el corazón no encuentre espacio para desbaratar el orden de su vida. Aferrada a sus convicciones, esperaba que la vida le fuese brindando viento a favor para subir la cuesta de un domingo en una casa vacía. Y cuando le preguntabas, te decía que ya había llorado suficiente. Y cuando le llamabas a él: la voz cortada, como el hielo arañando un cristal.
La tristeza se mezcló con la rabia de dos personas dándose la espalda. Se mezcló con dos personas que se habían olvidado de cómo se mira a los ojos. Ella, furiosa, abrió el saco de las cosas que la lluvia del pasado debió llevarse pero dejó olvidadas a los pies de su cama. Y de ahí sacó cada herida, cada palabra dicha en el tiempo de descuento, cada monstruo del armario, cada desgaste, cada cuenta pendiente. Cada reproche que la soledad le obligó a plantar en el jardín como quien clava un espantapájaros en un pedazo de tierra desmantelado por los cuervos. Sacó los motivos, incapaz de olvidar o más bien armada hasta los dientes, por el pánico a una revancha que le obligase a devolver todo eso al saco y a tragarse su “no estoy enamorada” sin agua para ahogar el orgullo. Los hondeaba en el aire como una bandera en manos del soldado al que dejaron solo en las trincheras. Como el soldado que no oyó la orden de retirada.
El tiempo la iría debilitando. A pesar de su férrea convicción. A pesar de sus motivos de plomo. A pesar de sus noches a solas.

Él por su parte, la culpaba de abrir heridas nuevas con cristales viejos.
Le costaba demasiado asumir su parte. Pagar sus deudas. No encontraba el camino de la primera vez. Aquel camino donde escondió un picnic de sábado tarde para llevarla en barco a ver al sol ponerse. Volver a ser el héroe de amor. Volver a aquel tipo de treinta al que no le pesaba la mochila. Establecer sus prioridades. Gritarle a la cara cien veces que ella era lo primero en su vida. Gritarle a la cara que por torpeza o ceguera se le olvidaba demostrárselo. Gritarle a la cara que le gustaba que ella necesitase verlo, y no sólo oírlo. Gritarle a la cara que la quería. Como se quieren los locos. Sin medida.
Habían llovido trece años. Y de repente, no hablaban el mismo idioma.
Puede que la oscuridad del salón en aquel final de partido no les dejase verse. Les impidiese recordar: una fiesta, una divorciada de cuarenta con dos hijos, un tipo de treinta sin ataduras y un mundo que se detiene para que los dos estén en esa fiesta, en ese momento, en ese lugar.
O puede que la culpa no la tuviera la falta de luz. Puede que a eso le ganase, ahora, todo lo malo. Todo lo que se dijo cuando no debió decirse. O peor aún, que no se dijo o no quiso escucharse. Y tuvieron que pasar los meses con sus domingos traicioneros. Tuvieron que prohibirse restaurantes, a los que ya no se podía ir por el exceso de recuerdos en sus menús. Tuvieron que desandarse excursiones que un día fueron bellas. Tuvieron que amarrar los barcos. Tuvieron que romperse la caldera, el riego y el motor de la piscina para que él recordase que a ella le gustaban las flores y los poemas. Para que ella sentase en el banquillo al alemán que no da marcha atrás en sus decisiones, y sin él, permitirse recordar que la vida los puso a ambos en la misma fiesta. Y la vida no pone a dos personas en la misma fiesta a vivir un amor imposible sin una razón de peso. Que la vida es puta a veces, pero no tanto.
Entonces, empezaron a mirarse de nuevo. Y mientras se miraban, volvieron a verse otra vez. Vieron lo que son juntos: un amor imposible.
Un amor imposible que durante trece años había demostrado que es más posible que aquellos que vienen con manual de instrucciones. Que es  más posible que aquellos en los que todo encaja como en un reloj suizo. Que es más posible que, que amanezca mañana.
Juntos habían sido capaces de esquivar la punta del dedo de una sociedad que los señaló. Juntos habían tirado los pilares de lo convencional. Juntos construyeron un sitio, donde lo suyo era posible. Juntos, les daba igual ocho que ochenta. Juntos, callaron los murmullos, establecieron una moda, y se encontraron a sí mismos.

Juntos, eran ellos. Eran posibles.
Que se joda la vida.

Así que, decidieron reencontrarse. Y volvieron a besarse. Y a mirarse como sólo ellos se miran. Y a reírse del mundo. Y a enseñarme que es así como se tiene que querer a alguien: sin medida.

Y que te llamen loco. Pero que valga la pena.

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