Había poca luz en el salón.
Desde lo alto de la escalera ella pitó el final del partido: no estoy
enamorada de ti. Y con la afirmación se apagaron las luces y trece años de
relación.
Él se quedó en el sofá con la mirada perdida. Con la mirada de quien nota
el suelo de su mundo desvanecerse bajo los pies. No le quedaron fuerzas para
preguntar por qué. De todas formas ya no le importaba a nadie. Y en una cama
demasiado grande ella se preguntaba por qué él no había sacado, esta vez, su
escopeta de caza para luchar por ella. Por qué no había ido a pecho descubierto
y con los nudillos por delante a batallarles a esos fantasmas que desde las
terrazas habían acabado con su relación. Por qué les había abierto las
ventanas. Por qué les había dejado invadir su historia.
Ella quería un héroe de amor y tal vez por eso no lloró al niño asustado
que se había quedado a oscuras en el salón. Al día siguiente se fue pronto para
no verle recoger los trozos de su vida en común para meterlos en maletas sin
destino. Él se permitió llorar. Ella no. Tenía los ojos secos, como poniendo
ladrillos de cartón-piedra que guardaban unos sentimientos que se escondían por
miedo. Sus sentimientos le tenían miedo a una mente germánica, que a veces, se
convence de lo correcto de sus decisiones para que el corazón no encuentre
espacio para desbaratar el orden de su vida. Aferrada a sus convicciones,
esperaba que la vida le fuese brindando viento a favor para subir la cuesta de
un domingo en una casa vacía. Y cuando le preguntabas, te decía que ya había
llorado suficiente. Y cuando le llamabas a él: la voz cortada, como el hielo
arañando un cristal.
La tristeza se mezcló con la rabia de dos personas dándose la espalda. Se
mezcló con dos personas que se habían olvidado de cómo se mira a los ojos.
Ella, furiosa, abrió el saco de las cosas que la lluvia del pasado debió
llevarse pero dejó olvidadas a los pies de su cama. Y de ahí sacó cada herida,
cada palabra dicha en el tiempo de descuento, cada monstruo del armario, cada
desgaste, cada cuenta pendiente. Cada reproche que la soledad le obligó a
plantar en el jardín como quien clava un espantapájaros en un pedazo de tierra
desmantelado por los cuervos. Sacó los motivos, incapaz de olvidar o más bien
armada hasta los dientes, por el pánico a una revancha que le obligase a
devolver todo eso al saco y a tragarse su “no estoy enamorada” sin agua para
ahogar el orgullo. Los hondeaba en el aire como una bandera en manos del
soldado al que dejaron solo en las trincheras. Como el soldado que no oyó la
orden de retirada.
El tiempo la iría debilitando. A pesar de su férrea convicción. A pesar de
sus motivos de plomo. A pesar de sus noches a solas.
Él por su parte, la culpaba de abrir heridas nuevas con cristales viejos.
Le costaba demasiado asumir su parte. Pagar sus deudas. No encontraba el
camino de la primera vez. Aquel camino donde escondió un picnic de sábado tarde
para llevarla en barco a ver al sol ponerse. Volver a ser el héroe de amor.
Volver a aquel tipo de treinta al que no le pesaba la mochila. Establecer sus
prioridades. Gritarle a la cara cien veces que ella era lo primero en su vida.
Gritarle a la cara que por torpeza o ceguera se le olvidaba demostrárselo.
Gritarle a la cara que le gustaba que ella necesitase verlo, y no sólo oírlo.
Gritarle a la cara que la quería. Como se quieren los locos. Sin medida.
Habían llovido trece años. Y de repente, no hablaban el mismo idioma.
Puede que la oscuridad del salón en aquel final de partido no les dejase
verse. Les impidiese recordar: una fiesta, una divorciada de cuarenta con dos
hijos, un tipo de treinta sin ataduras y un mundo que se detiene para que los
dos estén en esa fiesta, en ese momento, en ese lugar.
O puede que la culpa no la tuviera la falta de luz. Puede que a eso le
ganase, ahora, todo lo malo. Todo lo que se dijo cuando no debió decirse. O
peor aún, que no se dijo o no quiso escucharse. Y tuvieron que pasar los meses
con sus domingos traicioneros. Tuvieron que prohibirse restaurantes, a los que
ya no se podía ir por el exceso de recuerdos en sus menús. Tuvieron que
desandarse excursiones que un día fueron bellas. Tuvieron que amarrar los
barcos. Tuvieron que romperse la caldera, el riego y el motor de la piscina
para que él recordase que a ella le gustaban las flores y los poemas. Para que
ella sentase en el banquillo al alemán que no da marcha atrás en sus
decisiones, y sin él, permitirse recordar que la vida los puso a ambos en la
misma fiesta. Y la vida no pone a dos personas en la misma fiesta a vivir un
amor imposible sin una razón de peso. Que la vida es puta a veces, pero no
tanto.
Entonces, empezaron a mirarse de nuevo. Y mientras se miraban, volvieron a
verse otra vez. Vieron lo que son juntos: un amor imposible.
Un amor imposible que durante trece años había demostrado que es más
posible que aquellos que vienen con manual de instrucciones. Que es más posible que aquellos en los que todo
encaja como en un reloj suizo. Que es más posible que, que amanezca mañana.
Juntos habían sido capaces de esquivar la punta del dedo de una sociedad
que los señaló. Juntos habían tirado los pilares de lo convencional. Juntos
construyeron un sitio, donde lo suyo era posible. Juntos, les daba igual ocho
que ochenta. Juntos, callaron los murmullos, establecieron una moda, y se
encontraron a sí mismos.
Juntos, eran ellos. Eran posibles.
Que se joda la vida.
Así que, decidieron reencontrarse. Y volvieron a besarse. Y a mirarse como
sólo ellos se miran. Y a reírse del mundo. Y a enseñarme que es así como se tiene
que querer a alguien: sin medida.
Y que te llamen loco. Pero que valga la pena.
genial !!
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