jueves, 23 de enero de 2020

Los cinco estadios de tu ausencia.


Hoy se cumple un año. 
Y lo que ha pasado mientras tanto es la vida sin saber si eres más feliz desde que te fuiste. 
Por mi parte, te diré que al principio no le di demasiada importancia. Pensé que estarías liado trabajando, dando saltos entre aviones, haciendo malabares para sujetarlo todo y que nada se rompiese. Que ya volverías. 
Me negaba a entenderte. A darte algo de crédito. A dejar de llamarte. Que no podía ser porque tú nunca me fallabas. Que todo esto tenía que ser mentira. Que no, que no puede ser. 

Al ver que ese no puede ser no me funcionaba, me cabreé. Me enfadé muchísimo, no te voy a engañar. Hasta te pedí que te sentaras en la silla de la cocina donde hablábamos de las cosas importantes. No viniste. Por más que te llamé, mantenías tu ausencia y te grité. Te mandé a la mierda. Te reproché. Te lloré y te maldije por servirme esa soledad fría y aterradora que me devolvía el espejo de una vida sin ti. 
¿Cómo te atreves? ¿cómo has podido marcharte y ya está? Joder, y ni siquiera eres capaz de venir a explicármelo. Tampoco lo hiciste antes de toda esta mierda, cuando tú lo viste venir antes que el resto. Cuando me mentías sabiendo que era mentira para protegerme como si se te olvidase que ya podía sentarme en la silla de la cocina a escuchar las cosas importantes. Que no tengo ni puta idea de a quién se las debes de contar desde que yo solo oigo este silencio. Y los tambores de esta iraque nadie entiende. Ni yo tampoco.

De repente, respiro hondo y te propongo que lo hagamos a tu manera. Que negociemos. Que me dejes un poco más de tiempo. Como cuando era pequeña y no quería irme a dormir. Cinco minutos más, por favor. Y te ofrezco cuanto tengo para que lo hablemos. Para que me mires una vez más y me digas, Mosca, todo va a salir bien. 
Bien, como cuando estabas. 
Bien, como cuando no daba miedo. 
Tampoco contestaste. Pero eso ya lo sabes. 

Entonces, llegó el frío. El gélido invierno de la tristezaen primavera. Tu recuerdo empezando a mostrarse como algo que traes de otro sitio. El picor en el ventrículo de un corazón que a cada latido abre una grieta. Unas paredes de carga que amenazan ruina. Y el ruido. Todo ese ruido de la gente que me quiere intentando parar el derribo que decretaste al marcharte. 
Que necesito llorar para que entiendas hasta donde cae mi te echo de menos, mientras rebota el eco de mi vuelve que no escuchas. 
No te haces una idea de lo que llegó a llover. Fue el abril más seco de la historia. Yo tampoco me enteré, incapaz de levantar la vista de los cristales del suelo que eran las fotos que dejaste. Que eran tus trozos de mi vida, rompiéndome por dentro. 

Era obvio que había que restañar esa herida. Ese corte que primero negué, que más tarde me hizo enfadar, con el que luego me senté a negociar cuotas más bajas de dolor. El mismo que me sentenció con depresión a bofetadas. Y el mismo que empezó a cicatrizar cuando tuve el valor de aceptarlo. De aceptarte. Que tú tampoco querías esto. Que a ti también te duele. Que son fotos, no cristales. 
Y que te quedas. De otra manera. Porque al fin y al cabo un padre es para siempre. Y tú nunca fallas. 

Deje su mensaje al oír la señal.

Y aunque yo oigo la señal, tú no oirás mi mensaje. 

Pero ya lo he entendido. 

Un año después y tras visitar los cinco estadios de tu ausencia, ya lo he entendido: te seguiré contando como estoy, me seguiré sentando en la silla de la cocina y te seguiré queriendo toda mi vida. 

Y tú a mi. Desde tu ausencia. 

viernes, 11 de mayo de 2018

Aquella noche


AQUELLA NOCHE

11 de mayo. 365 noches después de AQUELLA NOCHE. Os escribo desde el mismo sitio en el que estaba entonces a esas horas de AQUELLA NOCHE de hace un año, con vuestro padre al lado, como entonces. Y no, no lo hago en vuestro cumpleaños que será mañana. Lo hago un año después de AQUELLA NOCHE. Porque fue el instante en el que me di cuenta, de que doce horas más tarde iba a ser madre. Vuestra madre. Mamá.

Ya no queda mucho de aquella barriga inmensa que os hacía de casa. Que resultó no ser suficiente como para cobijaros hasta la semana 37. Que a pesar de triplicarme en tamaño se os quedó pequeña en la 35. Que me condujo a AQUELLA NOCHE antes de la cesárea programada que tuvimos que decidir doce horas antes. Había llegado el momento y yo no estaba preparada.
Creo que nunca se está preparado para la bofetada de amor más intensa que uno recibe en su vida: oír llorar por primera vez a su bebé. Y yo iba a poner la otra mejilla, una por cada uno. 

Ya no queda mucho de aquella barriga. Ni de AQUELLA NOCHE. Porque fue la última antes de aprender qué significa que alguien te importe más que tú mismo. Porque fue la última antes de saber que los límites que pensabas que tenían tu mente y tu cuerpo estaban muy, muy lejos de tus verdaderos límites. Fue la última antes de que ordenaseis mi mundo apareciendo en pareja, con tres minutos y  cincuenta gramos de diferencia. Fue la última antes de que desordenarais mis prioridades haciéndolas descaradamente vuestras. Fue la última que pasé sin darle las gracias a vuestro padre cada noche, mientras duerme, por regalarme dos trocitos suyos, que ahora son nuestros. Fue la última que viví sin miedo: que ahora me da miedo todo, todo lo que pueda haceros daño y sobre todo saber que de esos daños, hay muchos que no puedo ni podré evitaros. 
Fue la última antes de vosotros. Fue la última antes de que me tatuarais el corazón de un arañazo, aún metidos en una incubadora que me recordaba que no fui capaz de daros casa hasta que estuvierais preparados, pero que me demostró que hasta con 17 grapas y el abdomen abierto en canal me mantuve en pie para haceros de fuerte, de castillo, de hogar. Que con él somos casa, y lo seremos siempre. No importa con cuantas grapas. No importa con cuantos golpes. 

AQUELLA NOCHE. La noche antes. Antes de mañana, que han pasado 365, que cumplís un año. Que no lo hemos debido hacer tan mal, porque encendéis la luz con vuestra risa, y esta casa, a partir de AQUELLA NOCHE, parece una verbena. 

Feliz cumpleaños, ranitas.

jueves, 2 de octubre de 2014

Crisis

                Estaba tan presente en mi vida, que nunca pensé que llegaría el maldito día en el que sólo me quedasen recuerdos. Y todos felices, por cierto. Pero recuerdos.
Ráfagas de aquellas llamadas de madrugada. O de aquellas tardes en las que podía llamarla más de diez veces y al acabar siempre nos quedaría algo en el tintero: planes, desvaríos, análisis exhaustivos, miedos, paranoias, éxitos, fracasos, todas y cada una de nuestras cosas… Hasta hoy, que miro mi tintero y veo que se ha secado. Aunque a ella la veo fresca pasear por mi memoria.
A veces la veo por la calle, pero cuando me acerco, nunca es ella. Y fumo delante de la que fue su oficina antes de coger el metro. Fumo en el último sitio que la vi, esperando a que salga de un sitio en el que ya no trabaja, para darle un abrazo a una amiga a la que ya no necesita. Así de absurdo es echar de menos.

Pienso en las noches del que fue el mejor verano de mi vida. Pienso en cuánto le cambió la vida a ella aquel verano. Y como me cambió a mí aquella noche, en aquella cena en un restaurante de la A-6. Lo diferente que la vi con aquella chupa de cuero y el pelo arreglado. Como pidiendo guerra. Y dimos mucha, mucha guerra. Como Batman y Robin. Como Thelma y Louise. Como la sal y la pimienta. Bonnie y Clyde. Como los jodidos Tom y Jerry.
Como todos aquellos a los que sólo te imaginas juntos.

Hoy tiene un hijo.
Yo no lo conozco.
Su marido es un extraño para mí.
Y no sabría llegar a su casa.
Pero por dentro, siempre seguiremos siendo Timón y Pumba. Don Quijote y Sancho Panza. Lennon y McCartney.
Puede que se marchase porque la fallé.
Porque no pude estar a la altura por mucho que quise y que la quise.
Su imagen estaba tan ligada a la persona que perdí para siempre, que no lograba mirarla sin verlo a él. Que no pude vivir con ella su momento. Su sí quiero. Su alegría. No pude aparcar mi pérdida. Tuve que retirarme a un segundo plano que no nos sentaba bien. Nosotras no éramos de banquillo. Nos faltaba costumbre.
Nos sentó tan mal que acabó el partido y yo seguía en el banquillo, bajo la lluvia y con el marcador reiterando la derrota.
Y no fui a por ella.
Ni ella volvió a por mí.
Y ahora asomamos la cabeza de vez en cuando y por los cumpleaños; Como quien le pide sal al vecino cada seis meses. Y lejos de enfadarme o de buscar un culpable, pienso que tuve la suerte de compartir con ella algunos de los mejores años de mi vida. Y que si volviera atrás, volverían a ser con ella.
Que aunque el corazón me escuece con cada letra de su nombre, un amigo es de por vida. Aunque la vida se lo lleve lejos.

Estoy segura de que es una madre estupenda. De que es una esposa cariñosa. Que de vez en cuando seguirá sacando la bestia que habita en ella, pero nunca tan a menudo como debiera. Seguro que le seguirá gustando el trabajo bien hecho, pero que se seguirá aburriendo con facilidad. Si ha dejado de comprar ropa, será un milagro. Espero que coma más de lo que comía. Que no siga paseando en el coche palos de golf, un neceser de maquillaje viejo, carpetas, libros de la carrera, un foulard, y demás material sin relación aparente entre sí. Quizás siga bebiendo limón y nada. Seguro que sigue pidiendo piña de postre.

Puede que aún alguien la llame Crisis.
A mí nadie ha vuelto a llamarme Mosca.

Lo que tengo claro es que un amigo es para siempre. Como un tatuaje. Y hasta de eso, tenemos el nuestro.


Es para siempre. Aunque sea en el recuerdo.
Como mi te quiero, que espero conserve, para siempre y en el recuerdo. 

miércoles, 14 de mayo de 2014

Si quieres volver, te presto mi aire.

Últimamente leo mucho y escribo menos.
Y mira que lo intento. Me esfuerzo, le doy vueltas al papel, me siento, me levanto…
Pero no sé qué poner. Porque no quiero hablar de ti y es lo único que me sale.
No quiero escribirte a ti. No quiero reconocer que aquí estoy, otra vez. Que aunque te fueras, sigo aquí y no he dejado de quererte ni un instante.
Ya debería ser hora de que asuma que nadie va a contestar a estas cartas, que no hace falta que pierda más tiempo, que tú ya te has marchado, que debió ser mucho antes.
Entonces me da rabia.
Y sigo cabreándome de vez en cuando, porque veo que podríamos haber solucionado las cosas antes. Tal vez hubiéramos ganado algo de tiempo; pero nunca te convenció mi manera de hacer las cosas, no al menos según qué cosas; así que terminaste por no hacer nada. Terminaste por enterrar la cabeza en la tierra, como las avestruces, hasta que nos quedamos sin aire en tu agujero. Hasta hoy, que ya no tiene sentido que yo te diga que te presto mi aire si quieres volver. Que tengo para los dos. Que de lo que tengo, siempre he tenido suficiente para los dos.
¿Y sabes qué? Fue mi cumpleaños hace unos días.
No me va mal. Quitando que no puedo llamarte para decírtelo, no me va mal.
Encontré un buen trabajo.
Mientras firmaba el contrato me pregunté si estarías de acuerdo. Si, como yo, piensas que llega un momento en el que tienes que asumir que no se puede perseguir un sueño toda la vida, que hay prioridades, que hay obligaciones, que los cuentos no siempre son reales…
Creo que te gustaría lo que hago. También pienso que tú lo harías mucho mejor que yo. Pero me defiendo. Y te recuerdo.
Me gustaría saber qué estás haciendo. Cómo te va. Y si te acuerdas de mí. Puede que hayas preguntado por ahí, disimuladamente, como quien no quiere la cosa, como tú solías hacerlo… Y si la respuesta te entristece, cambiarás de tema con una broma. Que en el fondo lo tengo claro, que sí, que me echas de menos.
No sé si seguirás viendo, sin ver por los nervios, los partidos de Rafa Nadal. Hace poco le daban por terminado. Y ahí que vuelve siempre, a la carga. Me pregunto qué te pasó a ti que eras tan como él, si llegaste a rendirte o es que ya no podías más aunque quisieras.
Nunca fuiste mucho de fútbol. Pero no te perdías mis noticias. Y lo veías más para ganar más que compartir conmigo; aunque nunca nos faltara algo para compartir. Lo hacías así y a mí me gustaba tu forma de hacerlo.
Tal vez ya sepas que esta liga no la quiere nadie. Que el Atleti es la sorpresa de la temporada. Y que sigo acordándome de ti cada vez que sale Messi. Que lo odiamos, no creo que haya cambiado; hay cosas que nunca se las lleva el viento. Y que me acuerdo de ti cuando sale Messi, cuando me río, cuando sale el sol, cuando vuela un pájaro, cuando me subo al autobús, cuando conduzco, cuando desayuno, cuando suena la alarma y cuando te vuelves tan insoportable en tu ausencia que se me acaba el aire, son sólo algunas de esas cosas que no se llevan ni viento ni tiempo, y que tú tal vez sepas también, como lo de que odiamos a Messi.
A lo mejor tú te acuerdas de mí cuando marca Benzema. Puede que aún pienses que defiendo mis ideas aunque me quede sola contra el mundo.
Hay Mundial este verano. Y a mí se me eriza la piel cuando pienso que ya han pasado cuatro veranos desde aquel julio cuando te lloraban los ojos de orgullo. Cuando nos compinchamos para poner mi nombre en lo más alto de la lista. Cuando aún pensábamos que quedaba una vida por delante.
Y lo que ha pasado mientras tanto es la vida sin saber si eres más feliz desde que te fuiste.
Y aunque sé que no contestarás, me hace bien escribirte. Como a ti te hizo bien, en su momento. A pesar de que empezaras a escribirme tarde.
Porque eso es así: tú no tendrías que haber esperado tanto para escribirme y yo tendría que haber tardado menos en llevarte la contraria.
Pero todo esto nunca te lo diré.
Aunque no haga falta.
Porque hay cosas que se saben. Sin más. Las sabes tú y las sé yo. Por lo que nos une. Porque por más que te alejes nunca será suficiente. Siempre correremos detrás el uno del otro. Por más tiempo que pase.

Y que si algún día quieres volver, te presto mi aire. 

lunes, 28 de abril de 2014

De bambalinas y peces.

Le gustaba escuchar a Andrés Suárez. Entre otras cosas.
Y yo me acuerdo de ella cuando escucho la frase de una de las canciones del gallego: “vivía en la calle del arte” y no precisamente por donde vive. Me acuerdo de ella, porque ella es el arte. Para todo. Para crear, para hacer ruido, para llegar tarde, para querer, para enfadarse, para romper una media de dos vasos por semana, para pelear hasta el final por sus sueños, por tanto y por todo. Ella es el arte. Es pasión. Aunque le haga daño.

Se pasa el día queriendo que la quieran. Deseando transformar su vida en una película. Derrochando energía, como si en realidad le sobrase. Y si la enfadas embiste como un toro; basta con agitar el capote y si lo cree oportuno, entrará a matar. Sin miedo a las consecuencias. Sin armaduras.
Pero sobretodo se pasa el día queriendo que la quieran. Y cuando la quieren, se cansa de que la quieran, o se asusta, o se aburre. Y sale corriendo hacia otra película. Con nuevos galanes, con más poesía. Y te dirá que, por qué a ella no la quieren; que por qué a ella nunca le sale bien.

Y sonrío y la miro. Y pienso que es como un pez. Tan bella, nadando libre, coqueta, distraída. Tan difícil de atrapar. Cuánto más la aprietas, más se te escurre entre los dedos.
Porque ella solo quiere una pecera. Una en la que no cabe un hombre y caben muchos.
Ella sólo quiere el Teatro.
Es su novio. Su amante. Su amigo. Su jefe. Su hermano. Su confidente. Su vicio… Su pecera.
Con él se vuelve dócil, permisiva, sumisa. No le pide nada y se lo da todo. No se escurre entre las manos del Teatro. No le exige que la quiera. Pero sobretodo no se cansa de su amor.

Pienso en ello mientras me acuerdo de aquellos que quisieron quererla cuando ella se lo pidió. O un poco más tarde.
Y pienso que ellos y los que vengan deberán saber todo esto. Deberán no apretar. Deberán regalarle teatro. Películas. Historias de ficción. Pues así es como ella quiere vivir. Pues así se caza al pez que vive entre bambalinas.
Que tiene tanto miedo a que le hagan daño, que tiene tanto miedo a que la vida le quite cosas, que te contesta a tu te quiero preguntándote que por qué no la quieres. Que por qué siempre le sale mal. Y tú, con cara de bobo, la ves alejarse. Y la ves perderse entre los tiburones de ciudad mientras practica un personaje, analiza a un vagabundo, radiografía a su padre o disecciona los traumas de sus amigas. La ves alejarse porque tú no eres Teatro.
Porque ha tenido mala suerte. O no ha sabido elegir y ha buscado casi siempre la compañía equivocada. Tal vez por darle drama, tal vez para vivir de puntillas sobre la dramaturgia del amor adolescente.

Lo que no sabe, es que pronto, el amor adolescente la dejará con hambre y que el Teatro no le dará calor las noches de sus inviernos. Aunque ahora no le importe.
Yo aviso desde aquí a todos los galanes de las películas de su vida. Para que estén atentos. Porque los peces, son como destellos, los ves una vez; pero si no eres rápido, cuando vuelvas a mirar, ya no están.
Y ella se hace querer.
Y llegará el día en que querrá que la quieran de verdad. Llegará el día en que querrá que llenen su vida de Teatro. Pero aún no. Todavía es pronto.
Ahora sólo quiere llenarse ella de Teatro. Ser ella el Teatro. Y si tú quieres nadar con ella, tendrás que querer lo mismo; o te contestará a tu te quiero que por qué no la quieren. O se acercará sólo a hombres que sabe que nunca la querrán. Sintiendo el fuego de heridas que sabía que iba a encontrar. Porque aún no es el momento. Porque sobretodo ella no quiere que sea el momento.
Que ella es arte y si tú la quieres tendrás que ser Teatro. Ser sus bambalinas y su escenario.

A cambio ella, te hará soñar toda la vida. Sobre las tablas. Toda la vida. 

miércoles, 9 de abril de 2014

Tóxica.

Él la miraba desde el umbral de la puerta de su habitación.

Desesperado.

Y desoyó su instinto. Lo mandó callar. Lo puso contra la pared. Lo perdió de vista.

Mientras el miedo, desarmado, proclamó retirada al tiempo que ella avanzaba. Peldaño a peldaño, subiendo una escalera que supondría el final de aquel hombre en el momento que ella llegase arriba.

Su instinto lo supo desde el principio, desde que la vio abajo que es de donde salió y donde debió de haberse quedado. Que el mal siempre ha sido de sótanos. Que cuando sube se lo va llevando todo. Que para subir arranca, desgarra, aplasta, desmonta, hiere. Y él acabó herido de muerte. Por desoír su instinto. Por dejarla subir. Por dejarla hacer mientras aniquilaba su vida desde dentro, como una auténtica profesional del infierno.

No nos engañemos. La maldad existe. No la de necesidad, que esa no es del todo mala sino la de raza. La gratuita. La evitable.

Existe. Y si te la topas, o como él, la encuentras a los pies de tu escalera, ve a esconderte. Múdate. Sal corriendo.  

Pero él no. Él tuvo que enamorarse. Enterrándose. Destrozándose. Arrastrándose.

Y la creyó. La fue dejando subir. Escalón tras escalón, trocito a trocito, le fue regalando un corazón que ella, como un Haníbal cualquiera, fue guisando y salpimentando; que se fue tragando con un vino que pagaba él, con gente que le presentó él, vestida con ropa que pagó él, en una mesa que compró él y que estaba en una casa que compró él. Y así pasó los años, chapoteando en un veneno que se lo acabó llevando. Enfermo de un amor tóxico. Borracho de una belleza fea, siniestra, vulgar, material, mentirosa, egoísta, asesina.

Ella era manipuladora. Astuta.

Sabía cuándo lo estaba perdiendo y le bailaba en privado. Para que no pudiese huir. Para que no quisiese huir. Y yo, mientras, tan culpable por cómplice. Tan culpable por fiel. A él y sólo a él.  A cuánto me pidió. A todo lo que nos dimos.

Cuando se cansó, decidió marcharse. O eso quiero pensar; aunque mi instinto, al que nunca castigo y al que prefiero dar asiento preferente, me dice que no quiso irse. Que a pesar de todo él quería quedarse. Que a pesar de todo, toleró que ella le cogiese la mano sin exigirle un atisbo de culpa. Ni un leve temblor en su mirada de asesina. Que se puede matar, matando. O puedes matar a alguien, viviendo. Siendo. Respirando. Estando. O no dejando estar.

Y así es como mata ella.

Tóxica. Infecta. Venenosa. Radioactiva. Contaminada. Podrida.

Ayer quise llamarle. A él. Quise llamarle como quiero llamarle ahora. Como hace dos días. Como querré hacerlo mañana. Pero no puedo. No puedo porque no supe salvarle.

Y me dicen: no te lamentes; no lo pienses; no te obsesiones.

Pero es que me han quitado a ALGUIEN. No ALGO, a ALGUIEN. Y el dolor, y el odio, y la rabia y todas las cosas que me sigo callando no se las ha llevado tampoco el frío de este último invierno. Aunque las empuje cada otoño, siguen en casa por navidad. Dentro. Enquistadas. Como la sombra de esa mujer que le obligó a pactar con el diablo. Que peor que un banco: le hizo pagar la deuda, entregar la casa, la vida, las monedas del bolsillo, la dignidad, su trabajo, su amor propio, a los que le quisieron, las ganas, la herencia, el valor para plantar batallas, la cuna donde llorar de miedo, las alas para levantar el vuelo, el tren de aterrizaje, la cama en la que caer rendido. Y quise llamarle para reconfortar su sueño. Decirle que hago lo que me dijo. Que voy llegando. Que sé que estaría orgulloso de mí. Que le echo de menos. Que no sufra, que no hay odio que cien años dure. Que no la dejaré quedarse para siempre, que no le daré dos vidas, que con la suya fue bastante. Que confíe en mí como lo hizo siempre.

No entres Mosca, me decía.

Que le siento, le siento dentro del pecho. Que siempre estaremos juntos. Que siempre querré llamarle.

Puede que por todo eso, escribo esto. 
Para decirle a ella lo que me guardo dentro. Sacarlo es como quitarle la llave de la puerta de atrás. Echarla, pero con sus cosas. Que aquí no las quiero. Que él ya es libre y yo le echo de menos.


Pero sobretodo decir que ahora que soy yo la que se atreve a asomarse a la escalera, no voy a cometer el error que él cometió. Aunque por desgracia aún la veo desde donde estoy, no dejaré que se acerque, y para que no me pudra a mí por dentro, lo digo en alto y no me lo guardo: 
Eres una puta desalmada. Eres veneno. Eres traición. Tanto, que yo prefiero no vengarme si eso me cura. Y que se vengue la vida mientras yo sigo queriendo llamarle y no puedo. Y que se vengue la vida. Que no te quede ni la suerte. Que yo ya me voy, que para mí estás muerta. No como él, que seguirá vivo, hoy y siempre.  

lunes, 3 de marzo de 2014

Meterme de tu vida por las venas.

Déjame que para empezar esto, tome prestada una frase, porque lo que quiero ahora mismo es justamente eso, meterme de tu vida por las venas.
Que me faltas, en todas partes.
Dicen que la distancia aclara las ideas. Que te pone en las narices la verdad. Maldita la distancia, digo yo, que no necesito que nadie me aclare nada, que si algo tengo claro en mi vida es que te quiero. Y echarte de menos empezó a dejar de gustarme desde que te dejé en el aeropuerto con un beso que me estiraba los puntos de la herida de la barriga. Que tú eres muy alto y yo muy pequeña.
Y ahí ibas tú, con las ensaimadas en una mano y la maleta en otra, poniéndote de mal humor a cada paso por tener que dejar de oírme constante, como un grifo que pierde agua. Que la distancia no nos gusta. Y que lo sabemos desde que pasamos un otoño madrileño en un garaje. Que me quedo en el garaje. Que sí. Que lo tengo claro.
Y cuando me emborracho te pregunto que cuando nos casamos. Que me quieras.
Y te miro. Y lo veo claro. Claro como lo de antes.
Que no puedes quererme más, que se te ve en los ojos. Y que me dan igual las bodas porque yo, lo que quiero, es meterme de tu vida por las venas. Y contagiarme de ti entera.
Sabes cuanto quiero las cosas que quiero, y que todas las quiero ya, pero que no lleguen, cuando te tengo al lado, me importa menos. Me calmas. Me sorprendes. Me sosiegas. Me embruteces.
Me faltas.
Y pienso que cuando quieres, debería ser así. Debería escocer la distancia como la sal en las heridas. Como uña sobre pizarra. Como nosotros, cuando nos separan. Que lo que tengo es mono, parvedad, abstinencia, de meterme de tu vida por las venas. Que no necesito a nadie para vivir, pero me gusta más la vida si es contigo.
Que quiero que la vida no me cure, y necesitar tu piel, el color de tus ojos, las palmas de tus manos que raspan y andar descalza por la curva de tu ceño cuando lo frunces. Quiero más que nada tu cabeza, la velocidad con la que piensas, las ganas de todo aunque canse, la lucha, el deseo de tus dedos tramposos que siempre encuentran un hueco para colarse en mi ropa. Y que te cueles para quedarte, entre mi piel y mi jersey. Quiero tu respirar de noche, que es leyenda que espanta mis miedos, que aunque vuelven de día; con el sol, es más fácil encararlos y que no se enquisten, que no se vuelvan fantasmas, que a esos no hay quien los saque. Echarte de menos poco rato, como ahora, que sé que vuelvo, o que regresas, y hacemos casa donde sea. Que contigo no asusta lo que nos venden las noticias. Contigo, no me arrugo. No me enfrío. No me dejo ganar. No me tiembla el pulso.

Contigo, duele echar de menos. Y estas ganas, que no encogen, de meterme de tu vida por las venas.


domingo, 16 de febrero de 2014

El síndrome de la eterna prisa.

Yo siempre tengo prisa. Curiosamente, siempre llego tarde.

No sé si es patológico, fruto de un trauma, un rasgo de mi forma de ser, una obsesión sin diagnosticar o una mala costumbre. Pero lo quiero todo y lo quiero ya. Tanto, que a veces, tengo la sensación de que no llego a los sitios porque estoy pensando en lo que tengo que hacer después, en lugar de centrarme en lo que debería estar haciendo ahora para no llegar tarde, una vez más. 

Desde pequeña tiendo a planificarlo todo. Quiero que todo encaje en una elaborada hoja de ruta que sitúa en simetría las piezas de mi existencia en un estrecho espacio – tiempo.
Un plan que esta crisis interminable estalló en mil pedazos con su llegada.

De muy joven solía imaginarme mi vida como una serie de metas que llegado determinado momento debía ir cruzando: estudiaría tal, trabajaría cual, me enamoraría de un hombre de traje y corbata al que probablemente conocería en la Universidad, me casaría por la iglesia con todos sus ingredientes y sería madre joven.
Realidad: acabé la carrera más tarde de lo previsto tras cambiarme en primer año de licenciatura, no me enamoré ni una sola vez de un universitario, voy a por los veintiocho sin un empleo que valga la pena o me permita una vida estable y normal, nunca me casaré por la iglesia, mi novio supera los cuarenta y el día que me pueda permitir tener un hijo, estaré lejos de la franja de edad de las mujeres jóvenes. ¡Bum! Ahí van los planes de media vida.

Sin embargo, ni rastro de la explosión del síndrome de la eterna prisa.

Aún así, cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que no es culpa mía. No del todo.
El mundo padece ese síndrome.
Todo es tan frenético que hemos dejado de disfrutar de las cosas. Escasean las buenas comidas alrededor de una mesa a la que le da el sol y a la que baña la oscuridad cuando nos levantamos de ella.
Las redes sociales se actualizan por segundos. La gente no se mira a los ojos porque las pantallas los han dejado ciegos de realidad. De la realidad que se toca, se huele, se oye. Una noticia tiene una esperanza de vida de unas doce horas, si es catalogada de muy importante y supera esa media de vida, será actualizada casi por minutos. Es imposible retener nada, darle importancia a nada de lo que se está contando. Un ordenador, un teléfono móvil, una televisión se consideran vintage seis meses después de su lanzamiento mundial. Compramos ropa cada mes. La Bolsa arranca bien, y unas horas más tarde, debacle, números rojos, alarma social. Un videojuego deja de interesar a los niños en un tiempo medio de un mes. Después, ya hay otro, mejor, más nuevo, más violento y que necesitan tener para que esta sociedad no les aparte por antiguos. Es más fácil encontrar en el supermercado platos a preparar en dos minutos que los ingredientes para un caldo, casero, de los de toda la vida, de los que curan resfriados. Divorcio express. Te borro del Facebook. Mensajes de grupo de whatsapp que en el rato de ir al baño se convierten en setenta y siete avisos de mensaje nuevo: imposible que nadie preste atención a los que están diciendo sus amigos. Plan renove, tire su coche.

¿Cómo no voy a tener prisa?

Al final esto tiene un nombre: frustración, depresión, estrés, crisis de identidad. Eso es lo que hemos conseguido. Síndrome de la eterna prisa. Y un pánico atroz a perder todas esas cosas que nos lo provocan. Tenemos que trabajar más para ganar menos. Ahorrar, para poder pagar un coche, internet para estar al día, móviles, ordenadores, consolas, ropa, televisiones, platos que se preparen en dos minutos, acciones, preferentes, una boda, restaurantes dos veces por semana, gin tonics llenos de cosas raras dentro, otro móvil...que hoy hasta los hippies visten iphone.

Y lo hemos perdido todo.

Sólo han ganado los que nos lo vendían. Que siguen en su trono, viviendo de lo que vendieron: necesidades innecesarias. Parapetados por el síndrome de lo que crearon. Llenándose los bolsillos a costa de una sociedad que se quedó ciega de prisa.

Y ahora la gente no tiene para pagar la luz o el gas que caliente sus salones. Y yo sigo teniendo prisa. Porque el tiempo gotea, y se oye al minutero avanzar sin descanso. Y yo sigo sintiendo su aliento en mi nuca, porque necesito todo eso que me han vendido para poder tener un hijo sin sufrir un ataque de pánico de que me larguen de casa o me corten la luz.
Y nos olvidamos, de lo básico: de leer un libro de vez en cuando. De hacer deporte disfrutando con amigos. De hablar con nuestras familias cuando llegamos a casa. Del olor a vida que desprende un jersey heredado de un hermano. De lo que cocina la abuela pero sobre todo, de lo que cuenta la abuela. Del fin de semana sin un teléfono perforándonos el tímpano. De cómo suena la risa en mitad de una conversación fluida cara a cara, sin wi-fi, sin 3G, sin whastapp. Del sabor de la playa en invierno. De poder tener un sitio al que llegar después de trabajar y que te paguen dignamente por ello. Del placer de no tener miedo.

Mientras nos olvidábamos de todo eso, nos lo estaban robando. Nos lo robaban creando necesidades podridas. Infectándonos de la eterna prisa. Y nos hemos dado cuenta ahora, que se acaba el tiempo.

Ahora, con mis planes rotos, con empleos precarios, con el miedo de que se acabe el tiempo, de que nos pillen así, sin peinar, sólo espero curarme del síndrome. Que nos curemos todos.
Que ahora que empezamos a hacer fuerza, desde la desgracia que nos venden las noticias, lo hagamos distinto. Paremos esta locura. Empecemos a  vivir sin prisa.
Porque me doy cuenta de que, sin uno solo de mis planes a tiempo, soy más feliz de lo que mi mente a largo plazo hubiera imaginado. Cogiendo la vida a su tiempo, la he llenado de personas por las que la daría entera, la vida digo.

Y no van a cegarnos más. Ni a robarnos más. Porque lo que nos queda ya, no es más que eso: vida. Y no es mejor con más cosas, sino con las elementales cubiertas. Que yo no quiero irme, sintiendo que equivoqué mis prioridades. Que quise tanto, que me quedé sin nada. Que pensé tanto en mañana, que perdí el hoy. Que cuando ya no estabas, recordé que estuviste, pero lo cierto es que ya no estabas.

Que ya no me engañan, que ya no me van a meter más prisa. Que me bajo. Que estoy harta.


Y que la prisa, se la queden ellos, que les va a hacer falta: para salir corriendo.