lunes, 27 de enero de 2014

Yo vi debutar a Eric Pambani



Debí de haberlo sabido. Cuando sonaron las primeras notas de su canción, debí de haberlo sabido.
Eric hizo el paseo hacia la arena romana arropado por los acordes de su último tema.
Nadie que sale con su propia canción esta dispuesto a que le marquen los ritmos. Tiene los suyos propios. Sus notas. Sus colores. Sus pasiones. Y yo que no soy ni mucho menos una experta en boxeo tuve la suerte de ver todo eso: sensaciones. Y puede que todo cambie mucho o nada, pero creo con firmeza que cuando pasen los años, podré volver a decir: yo vi debutar a Eric Pambani. Y podré saber lo que sienten los que pueden decir “yo vi el doblete de Butragueño en el Ramón de Carranza”.

Mantuvo sus rituales encima del ring, y cuando sonó la campana corrió hacia el centro de lo que es su mundo, con hambre, pero sin desesperación,  con prisas, pero sin precipitarse. Y movió los hombros. Y le gritaron “vamos negro”. Y comenzó el baile. Porque Eric baila. Baila con la técnica y emite un sonido al golpear, concentrado como un Rafa Nadal cualquiera. Provocando esas sensaciones.
No tengo ni idea de técnicas pugilísticas. No soy experta, a pesar de que el boxeo ha sido, por azar, suerte, desgracia, fetichismo o destino, una constante en mi vida. No sé si se debe hacer esto o aquello. Si la mano encajada vale uno o cien puntos. Si es momento de esperar o proponer guerra. Pero sé de sensaciones. Y eso es lo que provoca Eric. Tanto, que el pabellón hizo silencio como si en vez de viendo a dos tíos pegarse, estuviéramos delante de las malditas Meninas. Y acabó el asalto. Y yo recordé por qué me gusta este deporte.
Me gusta porque de vez en cuando vuelves a ver la magia del movimiento en un boxeador. La estrategia. La inteligencia. La capacidad de sufrimiento. Me gusta porque es la vida.
Nada que ver con sangre, fuerza bruta o violencia. Ni rastro de los perros de presa. Nada de eso había en Eric listo para el segundo, pisando firme sobre la lona. Y con la campana, ya lejos de los nervios de plantarse sin casco ante su sueño, se dejó ver por dentro a través de su boxeo. Humilde, porque no se acercó ni una vez a cara descubierta. Respetando a su rival, respetando su trabajo. Veloz, porque ni en la vida ni en el boxeo te ponen el plato delante dos veces. Y si cae la breva y ocurre, lo más probable, es que la segunda vez, no esté caliente. Astuto, halló cada espacio entre líneas para colar sus golpes. Y otra vez, rápido para atrás. Humildad, velocidad, astucia. Como la vida misma. Durante tres minutos y boxeando fue exactamente eso: alguien diciéndome como se encara el día a día, como sentados en la orilla del camino sólo conseguiremos que nos peguen. Le sentí decirme que las cosas se batallan. Y que duelen, la mayor parte del tiempo, como el cuero de los guantes en la piel de la cara, pero te despiertan para que no le pierdas la mirada. Que si te das la vuelta, acaba el combate. Y que si te caes, tienes diez segundos. Porque si no, acaba el combate. Son tiempos duros. Para el boxeo también.
Y entre tanto tiempo duro, ni la banqueta le ponían a Eric, a punto de taconear sobre el tercer asalto. Gratitud, es lo que vi en su cara. Agradecido porque delante tenía a un rival con ganas de juerga, que dos no boxean si uno no quiere, y nadie brilla si papá te enchufa. A Eric nadie le ha regalado nada. Y da las gracias a diario, a Dios y a su madre, que lo ha tenido más difícil que el Todopoderoso: inmigrante en un país donde por Reyes pintamos a Baltasar de negro con maquillaje barato.
Comenzaron a llover ganchos que si no encontraban el camino, dibujaban la estela de un recto que no erraba. Que si delante tenía a Rayo, Eric era el trueno. El silencio se quebraba con aplausos que se rendían a la evidencia del trabajo bien hecho, del que puede decir que quien siembra, recoge, aunque sea poco, que estamos en crisis. Se permitió unos cuantos juegos de manos, como los magos. Y funcionaron. Atrayendo a su rival a donde él se sentía cómodo. Y le oí decírmelo: si puedes permitírtelo, haz que los demás jueguen en tu campo. No se va por la vida con las manos en los bolsillos esperando que alguien te traiga el camino, hazlo tuyo e invita a los demás a caminar contigo. Al rato, sabrás si son de los que aguantan una vida, o son más bien, de los que ponen la zancadilla. Eric se merecía, aquella noche, más que nadie a los tres escuderos que cuidaban su esquina. De los de una vida. O dos. Sin zancadillas.
Para el cuarto asalto, algunos comenzamos a sentir la pena de que acabara el baile. Eric no. Tenía trabajo aún por hacer. Se movía y se movía, mostrando un control absoluto sobre la perspectiva de los ángulos de su hábitat natural. No dejó ni una sola baldosa sin pisar. Observador, escuchando, silencioso. Igual que cuando entrena. Siempre al fondo. Aprovechando que la distancia te regala expectativa. Amplitud de miras. Pam. Pam. Pam. Los acordes anunciaban el final dulce de un sueño tan merecido como alcanzado con honores. Pam. Pam. Pam. Fin del combate.

Cuando salí y el frío de la noche me escupió en la cara, lo tuve claro: yo quiero boxearle a la vida, como boxea Eric Pambani.

http://www.youtube.com/watch?v=qiE791xNkt0

domingo, 19 de enero de 2014

Y que te llamen loco.


Había poca luz en el salón.
Desde lo alto de la escalera ella pitó el final del partido: no estoy enamorada de ti. Y con la afirmación se apagaron las luces y trece años de relación.
Él se quedó en el sofá con la mirada perdida. Con la mirada de quien nota el suelo de su mundo desvanecerse bajo los pies. No le quedaron fuerzas para preguntar por qué. De todas formas ya no le importaba a nadie. Y en una cama demasiado grande ella se preguntaba por qué él no había sacado, esta vez, su escopeta de caza para luchar por ella. Por qué no había ido a pecho descubierto y con los nudillos por delante a batallarles a esos fantasmas que desde las terrazas habían acabado con su relación. Por qué les había abierto las ventanas. Por qué les había dejado invadir su historia.
Ella quería un héroe de amor y tal vez por eso no lloró al niño asustado que se había quedado a oscuras en el salón. Al día siguiente se fue pronto para no verle recoger los trozos de su vida en común para meterlos en maletas sin destino. Él se permitió llorar. Ella no. Tenía los ojos secos, como poniendo ladrillos de cartón-piedra que guardaban unos sentimientos que se escondían por miedo. Sus sentimientos le tenían miedo a una mente germánica, que a veces, se convence de lo correcto de sus decisiones para que el corazón no encuentre espacio para desbaratar el orden de su vida. Aferrada a sus convicciones, esperaba que la vida le fuese brindando viento a favor para subir la cuesta de un domingo en una casa vacía. Y cuando le preguntabas, te decía que ya había llorado suficiente. Y cuando le llamabas a él: la voz cortada, como el hielo arañando un cristal.
La tristeza se mezcló con la rabia de dos personas dándose la espalda. Se mezcló con dos personas que se habían olvidado de cómo se mira a los ojos. Ella, furiosa, abrió el saco de las cosas que la lluvia del pasado debió llevarse pero dejó olvidadas a los pies de su cama. Y de ahí sacó cada herida, cada palabra dicha en el tiempo de descuento, cada monstruo del armario, cada desgaste, cada cuenta pendiente. Cada reproche que la soledad le obligó a plantar en el jardín como quien clava un espantapájaros en un pedazo de tierra desmantelado por los cuervos. Sacó los motivos, incapaz de olvidar o más bien armada hasta los dientes, por el pánico a una revancha que le obligase a devolver todo eso al saco y a tragarse su “no estoy enamorada” sin agua para ahogar el orgullo. Los hondeaba en el aire como una bandera en manos del soldado al que dejaron solo en las trincheras. Como el soldado que no oyó la orden de retirada.
El tiempo la iría debilitando. A pesar de su férrea convicción. A pesar de sus motivos de plomo. A pesar de sus noches a solas.

Él por su parte, la culpaba de abrir heridas nuevas con cristales viejos.
Le costaba demasiado asumir su parte. Pagar sus deudas. No encontraba el camino de la primera vez. Aquel camino donde escondió un picnic de sábado tarde para llevarla en barco a ver al sol ponerse. Volver a ser el héroe de amor. Volver a aquel tipo de treinta al que no le pesaba la mochila. Establecer sus prioridades. Gritarle a la cara cien veces que ella era lo primero en su vida. Gritarle a la cara que por torpeza o ceguera se le olvidaba demostrárselo. Gritarle a la cara que le gustaba que ella necesitase verlo, y no sólo oírlo. Gritarle a la cara que la quería. Como se quieren los locos. Sin medida.
Habían llovido trece años. Y de repente, no hablaban el mismo idioma.
Puede que la oscuridad del salón en aquel final de partido no les dejase verse. Les impidiese recordar: una fiesta, una divorciada de cuarenta con dos hijos, un tipo de treinta sin ataduras y un mundo que se detiene para que los dos estén en esa fiesta, en ese momento, en ese lugar.
O puede que la culpa no la tuviera la falta de luz. Puede que a eso le ganase, ahora, todo lo malo. Todo lo que se dijo cuando no debió decirse. O peor aún, que no se dijo o no quiso escucharse. Y tuvieron que pasar los meses con sus domingos traicioneros. Tuvieron que prohibirse restaurantes, a los que ya no se podía ir por el exceso de recuerdos en sus menús. Tuvieron que desandarse excursiones que un día fueron bellas. Tuvieron que amarrar los barcos. Tuvieron que romperse la caldera, el riego y el motor de la piscina para que él recordase que a ella le gustaban las flores y los poemas. Para que ella sentase en el banquillo al alemán que no da marcha atrás en sus decisiones, y sin él, permitirse recordar que la vida los puso a ambos en la misma fiesta. Y la vida no pone a dos personas en la misma fiesta a vivir un amor imposible sin una razón de peso. Que la vida es puta a veces, pero no tanto.
Entonces, empezaron a mirarse de nuevo. Y mientras se miraban, volvieron a verse otra vez. Vieron lo que son juntos: un amor imposible.
Un amor imposible que durante trece años había demostrado que es más posible que aquellos que vienen con manual de instrucciones. Que es  más posible que aquellos en los que todo encaja como en un reloj suizo. Que es más posible que, que amanezca mañana.
Juntos habían sido capaces de esquivar la punta del dedo de una sociedad que los señaló. Juntos habían tirado los pilares de lo convencional. Juntos construyeron un sitio, donde lo suyo era posible. Juntos, les daba igual ocho que ochenta. Juntos, callaron los murmullos, establecieron una moda, y se encontraron a sí mismos.

Juntos, eran ellos. Eran posibles.
Que se joda la vida.

Así que, decidieron reencontrarse. Y volvieron a besarse. Y a mirarse como sólo ellos se miran. Y a reírse del mundo. Y a enseñarme que es así como se tiene que querer a alguien: sin medida.

Y que te llamen loco. Pero que valga la pena.

miércoles, 8 de enero de 2014

A ti, político.

A ti, político:

No voy a empezar esta carta ni este año haciéndome la víctima. No contaré que a los veintisiete años he asumido que ya no hay tiempo para mi vocación. Que con dos carreras y tres idiomas me buscaré la vida con lo que va quedando. No pediré que me cuelguen el cartel de héroe si me tengo que marchar, mochila al hombro, a hacer las Américas. Porque no es justo. Otros lo hicieron antes que yo. Hubo otros a los que no les preguntaron si ser carpintero era el sueño de su vida o simplemente era, como me temo, lo que la vida les iba dejando. Porque en la vida como en la selva, se sobrevive: nadie le pregunta al elefante si su sueño es ser gimnasta rítmico. Ya sabe que no. Que su papel es otro. Los felices años prósperos nos hicieron creer que todo era perseguir sueños, por inútiles que fueran. Por imposibles que se presentaran.
No voy a empuñar la bandera de esa generación obligada a marchar. A renunciar. Y no lo voy a hacer por una simple razón: he crecido de cojones.

Pero no te confundas. Eso no quiere decir que te otorgo carta blanca. No te equivoques. Porque lo que no puedes hacer es pedirme un esfuerzo tumbado en tu hamaca. No puedes exigirme que me conforme con un salario bajo cuando tú no te tocas ni un sólo céntimo del tuyo; del que te paga la sociedad por tu obra faraónica de partirte las neuronas ideando un aeropuerto sin aviones, una ciudad de la justicia sin jueces u otra ingeniería de postín.
No me pidas que pague mis multas con los bolsillos llenos de monedas que no son tuyas, porque si tú y tus amigos os vaciáis esos mismos bolsillos y lo juntamos, tenemos para salir de esto, prestarle algo a Italia y pagarnos unas cañitas.
Me revienta que les exijas a los ancianos que elijan entre comer o pagar sus medicinas desde un restaurante de lujo porque no te sale de las narices ahorrar en dietas absurdas o en asientos de primera clase en los aviones, olvidándote de que les debes a ellos tu sillón de piel en el escaño. Sí, se lo debes. Fueron ellos quienes apretaron los dientes, sacaron a este país de un agujero y lograron que estuvieras tú ahí sentado y no un militar. Ellos pelearon por una democracia que tú mancillas con tus mentiras mientras lanzas a tus perros de hacienda para que a nadie se le olvide un sólo céntimo en el cajón de casa. No vaya a ser que te toque volar en turista.
Me avergüenza que te rías de los autónomos que van a trabajar con fiebre para sacar su negocio adelante y ¿por qué no? crear los puestos de trabajo que tú no creas mientras aportan lo que ganan sin ayuda de nadie, a un plan de pensiones privado. Eres un valiente que se ríe de ellos desde la tranquilidad de un sueldo vitalicio. Desde tu pensión máxima por la puta cara.
Les has pedido a los jóvenes durante años que se formen. Que estudien. Que no abandonen uno de los diecisiete sistemas semieducativos que diseñan tus colegas y demás caciques autonómicos a su antojo y conveniencia para luego reventarles las tasas en cifras cercanas a la Universidad privada. Todo, para lograr un título que díficilmente les salvará de la precariedad laboral que permites en tu patio de recreo. Les dirás que para no quedarse en casa y buscar su oportunidad se conviertan en el eterno becario que hace las delicias de tu amigo el empresario que se ve bien nutrido de obra de mano barata y cualificada los trescientos sesenta y cinco días del año.
¿Cómo duermes de noche? Demasiada gente lo hace con frío por tus tasazos indiscriminados. Has decidido meterte en la cama con banqueros y millonarios mientras te odian profesores, médicos, barrenderos, enfermeros, mineros, estudiantes... ciudadanos en general, para no hacértelo largo, los que pagan tus platos rotos, tus desastres, tu maldito sueldo... Y cuando les has cabreado tanto que te han inundado las calles mientras tu colega el poderoso te cerraba la puerta en las narices, has decidido prohibirles manifestarse. No vaya a ser que se te salga de madre la casa de putas esta que tienes montada a costa de la ignorancia y del crédito al portador. No se puede consentir Señor Político. No se puede y no se debe, porque a España ha llegado el hambre por la puerta grande y tú, político, sólo te arrodillas para practicarle felaciones a los titiriteros de este circo de marionetas y no para pedirle perdón a un pueblo que nunca debió confiar en ti ni en tus adláteres, los actuales y los pasados. Y si 2014 viene lo más mínimamente compasivo, por la misma puerta que entraron el hambre y el paro, deberías salir tú. Pero tranquilo, sin miedo, que emigrar esta de moda, que es instructivo, puede que te quedes sin derecho a sanidad, pero tranquilo, que son nuevas experiencias. Así que ya sabes, recoge tus cosas y lárgate lo más lejos que te lleven tus millones robados, pero no se te olvide, por favor, llevarte contigo a tus amigos. Que de golfos, está España llena.