Debí de haberlo sabido.
Cuando sonaron las primeras notas de su canción, debí de haberlo sabido.
Eric hizo el paseo hacia la
arena romana arropado por los acordes de su último tema.
Nadie que sale con su propia
canción esta dispuesto a que le marquen los ritmos. Tiene los suyos propios.
Sus notas. Sus colores. Sus pasiones. Y yo que no soy ni mucho menos una
experta en boxeo tuve la suerte de ver todo eso: sensaciones. Y puede que todo
cambie mucho o nada, pero creo con firmeza que cuando pasen los años, podré
volver a decir: yo vi debutar a Eric Pambani. Y podré saber lo que sienten los
que pueden decir “yo vi el doblete de Butragueño en el Ramón de Carranza”.
Mantuvo sus rituales encima
del ring, y cuando sonó la campana corrió hacia el centro de lo que es su
mundo, con hambre, pero sin desesperación,
con prisas, pero sin precipitarse. Y movió los hombros. Y le gritaron
“vamos negro”. Y comenzó el baile. Porque Eric baila. Baila con la técnica y
emite un sonido al golpear, concentrado como un Rafa Nadal cualquiera.
Provocando esas sensaciones.
No tengo ni idea de técnicas
pugilísticas. No soy experta, a pesar de que el boxeo ha sido, por azar,
suerte, desgracia, fetichismo o destino, una constante en mi vida. No sé si se
debe hacer esto o aquello. Si la mano encajada vale uno o cien puntos. Si es
momento de esperar o proponer guerra. Pero sé de sensaciones. Y eso es lo que
provoca Eric. Tanto, que el pabellón hizo silencio como si en vez de viendo a
dos tíos pegarse, estuviéramos delante de las malditas Meninas. Y acabó el
asalto. Y yo recordé por qué me gusta este deporte.
Me gusta porque de vez en
cuando vuelves a ver la magia del movimiento en un boxeador. La estrategia. La
inteligencia. La capacidad de sufrimiento. Me gusta porque es la vida.
Nada que ver con sangre,
fuerza bruta o violencia. Ni rastro de los perros de presa. Nada de eso había
en Eric listo para el segundo, pisando firme sobre la lona. Y con la campana,
ya lejos de los nervios de plantarse sin casco ante su sueño, se dejó ver por
dentro a través de su boxeo. Humilde, porque no se acercó ni una vez a cara
descubierta. Respetando a su rival, respetando su trabajo. Veloz, porque ni en
la vida ni en el boxeo te ponen el plato delante dos veces. Y si cae la breva y
ocurre, lo más probable, es que la segunda vez, no esté caliente. Astuto, halló
cada espacio entre líneas para colar sus golpes. Y otra vez, rápido para atrás.
Humildad, velocidad, astucia. Como la vida misma. Durante tres minutos y
boxeando fue exactamente eso: alguien diciéndome como se encara el día a día,
como sentados en la orilla del camino sólo conseguiremos que nos peguen. Le
sentí decirme que las cosas se batallan. Y que duelen, la mayor parte del
tiempo, como el cuero de los guantes en la piel de la cara, pero te despiertan
para que no le pierdas la mirada. Que si te das la vuelta, acaba el combate. Y
que si te caes, tienes diez segundos. Porque si no, acaba el combate. Son
tiempos duros. Para el boxeo también.
Y entre tanto tiempo duro, ni
la banqueta le ponían a Eric, a punto de taconear sobre el tercer asalto.
Gratitud, es lo que vi en su cara. Agradecido porque delante tenía a un rival
con ganas de juerga, que dos no boxean si uno no quiere, y nadie brilla si papá
te enchufa. A Eric nadie le ha regalado nada. Y da las gracias a diario, a Dios
y a su madre, que lo ha tenido más difícil que el Todopoderoso: inmigrante en
un país donde por Reyes pintamos a Baltasar de negro con maquillaje barato.
Comenzaron a llover ganchos
que si no encontraban el camino, dibujaban la estela de un recto que no erraba.
Que si delante tenía a Rayo, Eric era el trueno. El silencio se quebraba con
aplausos que se rendían a la evidencia del trabajo bien hecho, del que puede
decir que quien siembra, recoge, aunque sea poco, que estamos en crisis. Se
permitió unos cuantos juegos de manos, como los magos. Y funcionaron. Atrayendo
a su rival a donde él se sentía cómodo. Y le oí decírmelo: si puedes
permitírtelo, haz que los demás jueguen en tu campo. No se va por la vida con
las manos en los bolsillos esperando que alguien te traiga el camino, hazlo
tuyo e invita a los demás a caminar contigo. Al rato, sabrás si son de los que
aguantan una vida, o son más bien, de los que ponen la zancadilla. Eric se
merecía, aquella noche, más que nadie a los tres escuderos que cuidaban su
esquina. De los de una vida. O dos. Sin zancadillas.
Para el cuarto asalto,
algunos comenzamos a sentir la pena de que acabara el baile. Eric no. Tenía
trabajo aún por hacer. Se movía y se movía, mostrando un control absoluto sobre
la perspectiva de los ángulos de su hábitat natural. No dejó ni una sola
baldosa sin pisar. Observador, escuchando, silencioso. Igual que cuando
entrena. Siempre al fondo. Aprovechando que la distancia te regala expectativa.
Amplitud de miras. Pam. Pam. Pam. Los acordes anunciaban el final dulce de un
sueño tan merecido como alcanzado con honores. Pam. Pam. Pam. Fin del combate.
Cuando salí y el frío de la
noche me escupió en la cara, lo tuve claro: yo quiero boxearle a la vida, como
boxea Eric Pambani.
http://www.youtube.com/watch?v=qiE791xNkt0
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