jueves, 6 de junio de 2013

Así, sin que nadie te llamara...



Supongo que nunca sabes que te va a pasar… cuando te pasa.

Y ahí estaba yo, un 2 de noviembre, delante de aquella puerta de garaje pintada con spray, siempre como a medio terminar, casi como el barrio o la calle de un solo sentido que no te vio llegar porque simplemente apareciste.
Arañaste los bajos del coche contra la acera, bajaste, como si te diera pereza, con un caminar que oscilaba entre una cojera y la chulería de quien se sabe esperado. Conmigo, dos o tres chicos, ni fuertes ni flojos, ni rubios ni morenos, ni niños ni hombres… ni sé en realidad si eran chicos del todo, porque tus ojos, de repente, decidieron dejarse ver como la mujer que se desnuda por primera vez delante de alguien, sabiendo que es bella pero tímida en el envite… Y  desde ese momento, aquellos chicos y por lo que a mi respecta, podían haber sido unos cactus con bolsas de deporte. No me mires mal, la culpa la tuvieron tus ojos que estaban ahí, sin ti o contigo, tampoco lo sé, porque solo estaban ellos… desnudos como la mujer, y tan grises… tan de repente… Así, sin que nadie les llamara.
Cuando ahora te pregunto sobre aquello, siempre me dices que me miraste. Yo sé que no, pero es romántico y dejo que me mientas, como me mentí yo aquel día, al decirme a mi misma: esto se te pasa... en cuanto cruces la puerta, se te pasa. Y cuando me giré para poder verlos de nuevo, se habían ido a tomar café. Como la mujer presumida que se sabe deseada. Así, sin piedad, sin dar explicaciones.
Ibas horriblemente vestido. Rapado. Agresivo en las formas. Agresivo en el carisma maleducado y desaprensivo al que no le importa dejar a los demás a oscuras con su presencia. Y lo hacías sin darte cuenta. Regalándome como a ráfagas ese destello de los grises traidores. Eso sí, después del café. Y yo hacía como si entrenase, que eso es lo que iba  a hacer al gimnasio, pero no me dejaban. Volvían a fingir que me miraban, como si ellos tampoco quisieran hacerlo. Casi como la mujer-Mediterráneo de Serrat: se iban pensando en volver…
Y yo… vete a beber agua, que se te pasa.
Pero, no.
Tiré la toalla. Me lié la manta a la cabeza y te disputé el título en silencio con algo así como un reto del que tú no sabías nada: si quieres jugar, juguemos. Eres un buen físico, no hace falta hablar de amor ni exponerme al peligro, así que vamos a dejar al carisma en el banquillo, no discutas… si lo hacemos, que sea a mi manera. Pero aún así, volviste a traicionarme, como ellos con el café. No podías remediarlo y yo no había dicho nada. Entonces, decidí irme. Te pagué el mes. Me sonreíste. Volví al día siguiente. Ya no estabas.
Me sentó como una patada en el estómago, y peor aún me sentó descubrir que los brazos no me temblaban por el boxeo, sino por tu cruel forma de ignorar mis ganas de tener mi nariz chocando con la tuya. Vete a la mierda.

Hasta que apareciste, con tus andares, con tu pereza, con tu carisma desvergonzado, con tus grises caprichosos y con tus pocas intenciones de complicarme una vida que ya habías complicado cuando arañaste los bajos del coche. Esta vez sí, me esperabas en la puerta.
Y yo te esperé al día siguiente, llegaste puntual. Habías quedado conmigo y con treinta alumnos más, pero tenías esa absurda forma de hacerme sentir especial sin proponértelo, con esos gestos de genio loco, con la curva que hace tu piel entre las cejas cuando frunces el ceño, y tú, solo frunces el ceño cuando algo te interesa.  Se fue la gente. Y nos sentamos en aquel escalón destartalado que pudo ser la isla en la que naufragamos, subidos en su palmera, para que nadie nos dijera que aquello no estaba bien, que aquello no estaba pasando o que aquello no debía pasar. Y lo que pasó fue que explotó el viejo termo que estaba a nuestra espalda, recordándonos que ni isla, ni piratas, ni palmeras pero sí litros enteros de agua hirviendo que a golpe de fregona nos dejaron claro que me complicaste la vida desde que arañaste los bajos del coche contra la acera. Lo que pasó después…

Fue un beso de los que se hacen esperar dos semanas, en un bar con el suelo de arena.

Lo que pasó después….

Ya lo conoces, porque mientras yo te escribo, tú duermes a mi lado, sin saber aún, que me cambiaste la vida.